En uno de los diálogos de esta última temporada, Nicky -la «verdadera protagonista blanca» para los fans a los que se les hace bola la historia de Piper y Alex- le dice al personaje interpretado por Laura Prepon que «la prisión no es tan romántica como en las pelis, ¡quiero que me devuelvan mi dinero!», como siempre recurriendo al sarcasmo para esconder la mierda. Alex prefiere no esconderla: «yo quiero que me lo devuelvan todo.» Lo cierto es que Alex no es, ni de lejos, el personaje al que la cárcel deja más jodido ni el que tiene una condena más injusta, pero no deja de tener razón apuntando al que siempre ha sido, en teoría, una de los objetivos de ‘Orange is the new black’: cuestionar el sistema carcelario (y el sistema heteropatriarcal, y el sistema capitalista, y el sistema en general). «En teoría» porque la dramedia que es ‘Orange’ ha estado muchas veces desequilibrada hacia la comedia con hechos a priori nada cómicos (lo del juego de los guardias es solo un ejemplo), y en ocasiones aquello parecía un feliz campamento de verano más que una cárcel. Pero aquí, motivada por una realidad nada cómica, ‘Orange’ ha decidido no andarse con hostias y ser muy directa (sutil nunca ha sido). Y si algunos temen que lo de «motivada por la realidad» pueda haber comprometido su calidad, pueden respirar tranquilos. No necesitamos que una ficción carcelaria sea pedagógica (y ciertamente no necesitamos moralina), pero esta última temporada ha demostrado que, si quiere serlo, puede hacerlo sin que eso afecte a su calidad; al contrario, las tramas que podrían haber sido demasiado obvias, incluso cercanas al llamado «porno emocional» (Pennsatucky, Taystee y, por supuesto, los CIEs), han aportado un toque magistral a esta tanda final de episodios.
Hay quien dice que ‘OITNB’ hace trampa al no contar con pederastas o asesinos en serie como protagonistas, que «dulcifica» la imagen de quienes están en la cárcel (y que esto va en sintonía con «la agenda progre» y blablabla). Puede ser, pero ya la vida, la sociedad y nuestros propios prejuicios se encargan de «hacer trampa» y conseguir que en nuestro cerebro se produzca una asociación de ideas entre esos conceptos y la palabra «cárcel». Jenji Kohan sabe que quienes han tenido de cerca la realidad de una prisión o han trabajado en una coinciden en que por supuesto que hay gente así, pero que la mayoría de reclusos es gente que cometió un error menor, y a quienes el «sálvese quien pueda» de la cárcel ha hecho peor. ¿Realmente estamos interesados como sociedad en su reinserción? ¿O pretendemos es que se les castigue sin más? Éstas son algunas de las preguntas que Kohan nos plantea, porque no iba a ser en la última temporada cuando decidiese ocultar su ideología; la creadora ha querido poner todas las cartas sobre la mesa, como ha ido contando en las distintas entrevistas de promoción. Y esto se refleja también la evolución de los personajes de Fig y Caputo, especialmente en la primera (magnífica Alysia Reiner, por cierto). Desde hace varias temporadas, Fig, si bien no «se empeña en salvar el mundo» (y de hecho le encanta picar a Caputo con sus empeño en hacerlo), al menos intenta no empeorarlo. Pero el nivel de injusticia que presencia en esta temporada hace «clic» en ella hasta el punto de arriesgarse y rebelarse en cierto modo contra el sistema, incluso decidir que «es mi trabajo, yo soy un mandao» no es justificación suficiente.
Lo cual nos lleva al highlight de esta temporada. ‘God Bless America’ es uno de los mejores episodios de la historia de ‘OITNB’, si no el mejor, y en él culmina una de las tramas horizontales de la temporada, una que Kohan «rezaba para que estuviese desfasada cuando se emitiesen los capítulos»: los CIEs y la política migratoria de Trump. En España tampoco es que podamos dar muchas lecciones al respecto, pero está claro que la situación con los Centros de Internamiento para Extranjeros estadounidenses, las deportaciones en masa, las separaciones de familias, etc., es especialmente grave. Nos choca y nos resulta delirante ver a las presas de Litchfield casi privilegiadas si les comparamos con las presas del ICE (la serie se encarga de subrayar la deshumanización con detalles como esos números en lugar de nombres), y ver a las de Litchfield arriesgándose para poder ayudar a las inmigrantes nos puede parecer sacado de un drama histórico ambientado en una dictadura… pero es una dramedia ambientada en «la tierra de la libertad» en 2019. Si ‘Orange’ nunca ha sido sutil, ahora lo es menos, y las imágenes de la jueza preguntándole a niños si conocen sus derechos nos provocan algo similar a lo que vemos en la cara de Fig: una sensación entre el surrealismo y el horror.
En la deshumanización de las «ilegales» entramos a través de Blanca y Maritza, pero luego conocemos a Shani, a Chaj y, especialmente, a Karla. La maldición del «personaje que aparece en la última temporada» (y que suele caer mal por su protagonismo repentino o, directamente, no funcionar) no le ocurre al personaje interpretado con maestría por Karina Arroyave: probablemente no nos encogía tanto el corazón una llamada de teléfono desde ‘The Constant’. La vulnerabilidad que Arroyave imprime a esa madre coraje acaba siendo especialmente ácida al tratarse de un personaje que cree que habrá justicia porque cree en el sistema. Un sistema que le promete muchas cosas y lo que ofrece es una alternancia entre corrupción, arbitrariedad y crueldad. Un sistema con una paradoja que Jenji Kohan insiste en señalar a través de distintos momentos de la temporada: la relación amistosa entre las políticas fascistas y un neoliberalismo que en principio estaría en contra pero que no lo está si esto le aporta beneficios, como nos recalcan a lo largo de los diálogos de la temporada. Esto está especialmente simbolizado en la relación cordial que hay entre Linda, la jefa de Polycon, y Clitvack, uno de los pitbulls de los que se puede echar mano si es necesario. La séptima temporada de ‘OITNB’ es la más abiertamente política, y no solo en esta trama, sino también al tratar las dificultades de quienes tratan de mejorar la situación -Tamika y, en distinta medida, Fig y Caputo- y las (muy pocas) oportunidades de cambio que se les da a personajes como Taystee, Cindy, Daya, Red, Aleida, Suzanne o, por supuesto, Pennsatucky y Poussey. Además, no se corta en dejarte claro quienes están a cargo del sistema cuando termina la serie, para que te quede claro que las cosas no van a mejorar.
Porque no, ‘Orange’ no ofrece un final feliz. Tenemos cierta sensación de «final feliz» con las resoluciones de algunas historias o con los diversos cameos, especialmente los de las reclusas «perdidas» en la temporada anterior (sigo pensando que fue un error enorme prescindir de Boo), pero, en general, no lo es, ni hay un antagonista derrotado. Aquí el antagonista no es uno, ni dos, ni una banda, sino todo un sistema diseñado para complicar la vida a quienes ya de por sí la tienen complicada, para obligarles a esforzarse mucho más que quienes han nacido en otro contexto y para asegurarse de que, si en algún momento dejan de «esforzarse» tanto y cometen un fallo, no vuelvan a levantarse jamás. Ese es el panorama, ese es el motivo por el que Jenji Kohan no podría darnos un final feliz sin traicionarse a sí misma y a su ficción. Ni campamento de verano, ni moralinas, ni sueño americano, ni agenda progre; simplemente Jenji Kohan quiere que sepas que, aunque estés viendo una serie, en la vida real esas historias ocurren (crear esa fundación dentro y fuera de la ficción es un «blanco y en botella») y ahí no hay un final feliz de televisión. 8,4.