En una entrevista reciente acerca de este nuevo disco, Kurt Vile se declaraba entusiasta de una forma de trabajo en la que “simplemente grabas algo súper rápido con algún teclado, guitarra o lo que sea que tengas a mano, y… te sorprenderías del resultado. Porque cuando compones se trata de no pensar en absoluto, sólo capturarlo con rapidez. Como Sun Ra, que lo grababa absolutamente todo”. El resultado de esa filosofía es este nuevo y largo disco del músico norteamericano, que reparte sus 15 canciones -según el formato- en un vinilo doble, un CD lleno hasta los topes, o un streaming de hora u cuarto.
Sin ser enemigos del enfoque “automático” de Vile, ni de las grabadoras repartidas por toda su casa-estudio para atrapar cada posible momento de inspiración, lo que sí podemos cuestionar es el control de calidad del material resultante. Parece que Verve (flamante nuevo sello del músico) le ha dejado libertad absoluta, que él ha aprovechado para experimentar más que nunca con sus pedales de loop. De ahí nace este álbum, que alterna canciones de dos tipos: por un lado, secuencias loopeadas de tres, cuatro acordes, repetidos de forma circular e hipnótica mientras Vile canta o recita melodías que parecen ligeramente improvisadas. Por el otro, canciones de corte más clásico, con un acabado más redondo de estrofa y estribillo. Ambas facetas combinan muy bien y otorgan a priori variedad a un tipo de música que en sí tiende a ser bastante monótona (la mayoría sigue de una u otra forma el compás clásico 4×4 del pop-rock (“tum, pa, tum-tum, pa”). Pero muy buenas tienen que ser quince canciones para no conformar un disco de calidad irregular.
Vile es un guitarrista eficiente y con buenas ideas, así que cuando las canciones en bucle funcionan, como en el caso de ‘Palace of OKV in Reverse’, o de la brillante ‘Like Exploding Stones’, da igual que la melodía sea medio hablada, o la letra algo insustancial: esa dulce escalada en la que los instrumentos se añaden unos a otros y la canción crece de forma lenta, casi meditativa, resulta muy seductora. Aunque sean los mismos 4 acordes durante 7 minutos, el viaje cósmico de guitarras y teclados entretejidos en deliciosas reverbs no se hace largo. Hasta supone un refrescante antídoto para quien esté cansado del pop actual hiperactivo basado en intro-preestribillo-estribillo-postestribillo-outro.
Lo mismo ocurre con la muy cautivadora pareja de acordes en loop del cierre del disco, la delicada ‘Stuffed Leopard’, que divaga deliciosamente durante 7 minutos. Cuando la música funciona, digieres bien esas letras que parecen inventadas sobre la marcha, y toleras las muy repetitivas referencias metamusicales (“en ‘Song for my Father’ plagié ‘Ricky Don’t Lose / y estos acordes ¿quién los tocó primero?”).
El problema es cuando las canciones, sin ser malas, resultan más mediocres: cuando la música se queda en “sin más” es cuando las letras sobre cosas explotando en su cabeza o fluyendo por su cuerpo o colores que cambian acaban resultando aún más intrascendentes y chirrían especialmente las meta-observaciones de la vida «slacker» (“tocando en la sala de música en mis gayumbos…”). Además de volver muy dudosa la certeza de que “grabar lo primero que te sale lo más rápidamente posible” funcione en todos los casos. Es el caso de ‘Fo Sho’, un loop de tres acordes totalmente olvidable, cuya letra parece casi una confesión inconsciente: “Aunque no acierte voy a seguir cantando mi canción, hasta el amanecer / voy a cascarme otro poema chulo en mi libreta de hojas amarillas / Y probablemente va a ser otra canción larga, y aunque no acierte voy a seguir cantando mi canción / canción larga”.
En el otro lado, las canciones de corte clásico tienen momento preciosos, como en el trío central del disco: la NeilYoungesca ‘Mount Airy Hill (Way Gone)’, con su tempo perezoso y deliciosas guitarras “slide” recuerda a lo mejor del catálogo anterior de Kurt. ‘Hey Like A Child’ también brilla con su excitante secuencia de acordes, arpegios un poco Tom Verlaine y letra romántica «slacker» (“como un niño, entraste bailando un vals en mi vida / como un rayo de sol brillas en mi vida /como un colocón suave, me siento bien”).
‘Jesus on a Wire’ narra una divertida estampa de Jesucristo al teléfono, nervioso, agobiado pensando en lo mucho que le va a costar “sacar al mundo de esta”, mientras Kurt quiere decirle que él también se siente solo a menudo. La bonita melodía y las hipnóticas guitarras -con añadido de jugosas acústicas- funcionan especialmente bien en ese minuto y medio final repetitivo, en el que aparece un piano que hace levitar esos dos simples acordes. Es quizá el momento en el que Vile consigue más exitosamente aunar las dos facetas del álbum.
Pero a partir de ahí, el disco se vuelve aún más desigual. Por cada bonita ‘Cool Water’ (con sus líquidas guitarras) o ‘Chazzy Don’t Mind’ (con la colaboración de Julia Shapiro de Chastity Belt) hay una aburrida ‘Say the Word’ o interludios instrumentales que no aportan demasiado. Y el hecho de que la mejor composición del disco sea un descarte del ‘Nebraska’ de Bruce Springsteen (la excelente ‘Wages of Sin’) pone en evidencia que a pesar de los momentos brillantes ninguna de las canciones es de primer nivel. Invocar ‘Heart of Gold’ de Neil Young en las letras tampoco ayuda con las comparaciones.
‘(watch my moves)’ resultaría un notable disco de 9 o 10 canciones, pero resulta demasiado autoindulgente en su formato final. ¿Homenaje a la bulímica duración de los CDs en los 90? ¿Culpa es de nuestro decadente umbral de atención? No dudo que a los seguidores de Kurt Vile el disco les encandilará, y gozarán de cada recoveco del mismo. Pero para el oyente medio, o para los curiosos que se interesen por primera vez en este artista, las dimensiones son excesivas y como consecuencia el nivel medio de calidad se acaba resintiendo.