En los cinco primeros minutos de ‘Babylon’, un elefante defeca encima de un transportista, una mujer le mea en la cara a un hombre en un juego sexual, y los kilos de cocaína y otras sustancias llenan los orificios de los invitados a una multitudinaria fiesta en una lujosa mansión en el desierto californiano.
Son los locos años 20 y la libertad está en el ambiente, especialmente en Hollywood. Bajo el glamur y la sofisticación del privilegio, subyace un mundo lujurioso y hedonista de sexo desenfrenado, orgías y estupefacientes. El incipiente séptimo arte ya ha llegado a las masas, las estrellas de cine son modelos e influencias para una sociedad necesitada de escapismo, y los estudios de Hollywood fabrican sueños en su ruidoso y alegre caos.
Damien Chazelle, siempre fascinado con el éxito en el mundo del arte y el auge y caída de las estrellas, ofrece aquí su versión más libertina detrás de las cámaras con un despliegue de medios apabullante, recargado y, finalmente, efectivo. Las más de tres horas de ‘Babylon’ son una invitación al exceso, al lado más embriagador y bonito de Hollywood, pero también al más desagradable. A través de largos planos secuencia, grúas y elaborados movimientos de cámara, el director de ‘La La Land’ confecciona su más compleja y desacomplejada obra: un trabajo mayor empapado de una alocada energía contagiosa.
Su acercamiento a la ambición nunca ha sido tan certero y maduro como aquí. ‘Babylon’ sigue a tres personajes a lo largo de varias décadas, poniendo especial atención en el cambio del cine mudo al sonido, y como aquello, además de revolucionar la industria, cambió por completo la forma en la que se hacía cine. La adaptación no fue sencilla, como puede verse en el brillante y divertidísimo retrato que hace Chazelle en una de las escenas más memorables de la película. Su cámara adora a Margot Robbie, una actriz superlativa cuya presencia en pantalla es completamente hipnótica, interpretando a una aspirante a actriz hambrienta de fama. Diego Calva y Brad Pitt también ofrecen retratos memorables de sus respectivos personajes. El primero como un joven que sueña con dedicarse al cine, el segundo como un reputado actor.
‘Babylon’ es un ejemplo de un estudio dando prácticamente carta blanca a un autor para realizar un proyecto. Una apuesta arriesgada donde Chazelle no escatima en nada. Todo es a lo grande en una película que no solo cuenta con un reparto estelar, sino también con un equipo técnico lleno de nombres clave en la industria. Del espectacular diseño de producción, a la cuidadísima fotografía o el deslumbrante vestuario, su envoltorio es de máxima calidad, embelesando con sus seductores colores, localizaciones y celebraciones extravagantes. Mención especial merece Justin Hurwit, colaborador habitual del director, cuya exquisita música original eleva cada segundo de película, evocando al jazz de los años 20 y a los sonidos orientales que llegaban a occidente en esa época.
‘Babylon’ es una película-kamikaze, excesiva hasta la médula, con sus más y con sus menos, donde puede que sobre de todo, pero no falta de nada. Su primera hora es una auténtica fiesta escandalosa, caótica y absolutamente sorprendente, pero es su final lo que la eleva como una obra mayor. No es solo un precioso homenaje al cine (a los que lo hacen y a los que lo ven), sino que Chazelle utiliza un recurso formal tan genial como inesperado, en el que aboga por la democratización del arte en todas sus posibles e infinitas formas. Si toda la película es una fuente inagotable de estímulos, en sus últimos minutos se corona encontrando una conexión directa con los espectadores, entendiendo el cine como un salvavidas al que agarrarse siempre.