En 2018, en el silencio y tranquilidad del Metropolitan Museum de Nueva York, irrumpe el grupo activista P.A.I.N (Prescription Adiction Intervention Now), soltando cientos de copias de recetas de OxyContin por los aires y lanzando botes de medicinas a una fuente. Protestan en una de las salas nombrada tras la familia Sackler, pseudo-filántropos donadores de cientos de obras de arte a los principales museos del mundo.
En realidad, la multimillonaria familia es más conocida por ser los dueños de Purdue Pharma, la compañía responsable de la crisis de los opioides en Estados Unidos en los años 90. Su estrategia comercial se basó en promocionar y recetar masivamente medicamentos altamente adictivos que derivaron en miles de muertes y drogodependientes por todo el país.
A la cabeza de la organización activista contra los Sackler está Nan Goldin, la imprescindible fotógrafa que revolucionó la fotografía documental en los años 80 y 90, y una de las muchas víctimas del OxyContin. En su obra, Goldin retrató los ambientes underground de Nueva York, mostró al mundo una nueva forma de mirar y lugares que nadie quería ver; hizo política desde las entrañas.
Sus fotografías van desde la libertina jovialidad de lo queer, hasta el devastador impacto del sida en la comunidad LGBT, pasando por autorretratos tras haber sufrido violencia a manos de una de sus exparejas. Su visión cuasi punk, que hacía protagonistas a adictos, drag queens y trabajadoras sexuales, incomodó enormemente al puritanismo estadounidense de su época.
No es casual que Laura Poitras (‘Citizenfour’, ‘Risk’), una documentalista que no ha dejado de sacarle los colores a su país, haya decidido contar su historia. Su acercamiento a Goldin es tan interesante como sorprendente, porque lo hace a través del activismo, pero lo contextualiza con su obra artística y su vida personal. La fascinante historia de la fotógrafa es lo suficientemente jugosa para hacer una película completamente basada en ella, pero Poitras, con su habitual mirada periodística, se arriesga en contarla mediante su lucha política. La ágil convergencia entre ambas partes ofrece un retrato sugerente y profundo de su heroína, recompensado con un flamante y merecido León de Oro en Venecia.
Goldin comienza contando la trágica historia de su hermana Barbara, una adolescente con actitudes demasiado escandalosas para una zona residencial de Washington D.C. en los años 60: era lesbiana. Sus padres la internaron en distintas instituciones hasta que se quitó la vida a los 18 años tumbándose en las vías del tren, cuando Nan solo tenía 11 años. Lógicamente, queda marcada por este suceso y por la negligencia de sus padres, a quienes responsabiliza.
Su obra está fuertemente vinculada al trauma, que comenzó en ese momento pero que se alargó hasta décadas más tarde. Desde su juventud se movió en ambientes LGBT marginales, donde se rodeó de artistas relevantes de la escena contracultural como la actriz Cookie Mueller -presencia habitual en las películas de John Waters- o el fotógrafo David Wojnarowicz y vio cómo el sida acabó con ellos. También confiesa que fue trabajadora sexual para permitirse comprar película para sus fotos y luchó constantemente para que estas fuesen aceptadas en galerías.
Poitras divide la película en siete episodios, donde Goldin narra su vida mientras expone sus obras, presentadas en diapositivas. El poder de las fotografías se engrandece aun más conociendo el contexto detrás de ellas. Toda la belleza, el dolor y, efectivamente, la sangre derramada (el título original es ‘All the Beauty and the Bloodshed’) recorre un documental que no solo ensalza la figura de Goldin, sino también el trabajo incansable de los activistas por la justicia. El cine político y valiente de la directora se eleva aquí a una categoría mayor, reivindicando la vida de Goldin como un ejemplo extraordinario de disidencia y dignidad. Es arte que embelesa, que duele, que sangra.