Hay tres cosas que nunca faltan en una película de Darren Aronofsky: la controversia, el impacto y la religión como tema sobre el que orbita el destino de sus personajes. Por supuesto, todos estos requisitos los cumple ‘La ballena’, su última creación que ha logrado un Oscar al mejor maquillaje y peluquería, y otro para su omnipresente actor principal Brendan Fraser en un papel que le devuelve a las grandes ligas de Hollywood tras años de ausencia.
La última semana en la vida de Charlie, un profesor de universidad con obesidad mórbida, sirve como excusa para explorar el trauma, la soledad y, cómo no, los trastornos alimenticios. Aronofsky, alejado del virtuosismo formal de películas como ‘madre!’ o ‘Cisne Negro’, se adentra en una narrativa teatral (el texto está adaptado de la obra del mismo nombre de Samuel D. Hunter), relegando la mayor parte del peso a los diálogos y, especialmente, a sus intérpretes. A destacar el compromiso y verdad que otorga Hong Chau como la amiga y cuidadora de Charlie, nominada al Oscar a mejor actriz secundaria. Si bien, evidentemente, el foco siempre está en Brendan Fraser que, tras los kilos de maquillaje y efectos visuales, ofrece una representación emotiva de su personaje, aportándole humanidad y sensibilidad. Aunque el principal problema es que la película no se esfuerza en entenderlo ni en que el espectador lo haga.
‘La ballena’ está siempre tan preocupada en provocar empatía y lástima a toda costa que a menudo se olvida de profundizar en la tragedia de su protagonista. Aronofsky se recrea una y otra vez mostrando su cuerpo enfermo y sus dificultades para moverse, creando una atmósfera subyugante y desagradable que empapa toda la obra. Pero la manera de llegar a esa incomodidad claustrofóbica que sobrevuela durante todo el metraje es, cuanto menos, cuestionable. No hay nada que justifique ninguna de las acciones de los personajes, la mayoría de ellos mal construidos e incomprensibles; y tampoco nada en la visión del director que busque algo que no sea impactar o forzar emociones de forma burda, subrayándolas mediante un uso de la música que roza lo obsceno.
Son esos excesos melodramáticos y ese ansia por enternecer al espectador lo que termina por hundir sin remedio ‘La ballena’. El efecto que consigue es justamente el contrario: una total indiferencia hacia lo que sucede en pantalla, y a veces incluso un total rechazo. La primera escena de la película es un buen ejemplo de ello, donde Charlie se masturba en su sofá viendo porno gay justo antes de que le dé un amago de infarto. Hay algo realmente problemático en la mirada de Aronofsky, en esa grotesca presentación del personaje, que ya indica lo que vamos a ver a continuación: una sucesión de desgracias diseccionadas desde una visión repulsiva. Es cuanto menos paradójico que una película tan manipuladora y que se esfuerza tanto en causar empatía esté realizada sin un ápice de ella.