Cine

Larraín no convence con su extraño y fallido «Conde»

Imaginar a un dictador que ha provocado el sufrimiento de millones de personas como una suerte de vampiro decrépito puede tener su gracia. Desgraciadamente, Larraín nunca consigue dársela en las casi 2 horas que dura ‘El Conde’, su nueva sátira política que ha ido a parar directamente al catálogo de Netflix sin pasar por las salas españolas.

El chileno sigue desmarcándose de su propio estilo en cada película, aunque su cine siempre parece estar ligado, de una forma u otra, a una causa política. Tras dos películas biográficas centradas en la reivindicación de dos célebres mujeres en cargos públicos de alta responsabilidad (‘Jackie’, sobre Jacqueline Kennedy; y ‘Spencer’, sobre Lady Di), el cineasta regresa a su país para reinterpretar en clave de comedia negra la vida de Augusto Pinochet. No es la primera vez que el dictador aparece en su filmografía, ya lo hizo en ‘No’, pero frente a la tensión dramática y realismo de aquella, ‘El Conde’ pretende ser una sátira gamberra y mordaz.

El principal problema aparece ya en los primeros minutos. La película comienza evidenciando su interés por lograr una estética intrigante y, sin duda, consigue crear imágenes potentes y sorprendentes, pero es su extrañísimo tono -primero marcado por una desconcertante voz en off en inglés, después por todo lo demás- lo que impide que visualmente generen el impacto que deberían. Larraín está convencido de lo brillante de su idea -que, sobre el papel, puede serlo- y se olvida de desarrollarla o simplemente de generar algún discurso interesante.

Resulta frustrante ver cómo los actores se esfuerzan en dar vida a estos personajes tan planos, en aportar una intención cómica en sus intervenciones, y cómo dichos esfuerzos no pueden traducirse en la más mínima de las sonrisas por culpa de un guion ensimismado y superficial.

Intermitentemente, ‘El Conde’ ofrece tímidos momentos de interés -ciertas conversaciones entre la monja y Pinochet o alguna idea visual estimulante- pero se diluyen rápido en una narrativa que nunca encuentra el tono y a la que le falta garra por todas partes. Toda esa mala leche con la que claramente está escrita no traspasa la pantalla, se queda en tierra de nadie. Tiene mérito, eso sí, que Larraín se embarque en propuestas tan extrañas y personales como estas, pero la valentía en este caso no consigue levantar un proyecto que siempre se siente inerte, falto de vida. Su supuesta irreverencia -tan obvia- tampoco la hace particularmente transgresora. Todo se queda en una anécdota extraña y decepcionante dentro una filmografía en la que ya suman muchos más los fallos que los aciertos.

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Publicado por
Fernando García