Cuando se estrenó hace una década ‘El viento se levanta’, asistimos a lo que se suponía que sería el último trabajo de Hayao Miyazaki. Tenía sentido que así fuera: era una obra testamentaria y crepuscular con tintes autobiográficos. Con ‘El chico y la garza’, el cineasta no ha querido calificarla como su despedida definitiva, sino que incluso Toshio Suzuki, productor de Studio Ghibli, ha comentado que ya se han puesto sobre la mesa algunas ideas para su próximo proyecto. Aunque, si finalmente acaba siendo el broche final de su carrera, sería una más que notable culminación a una apabullante trayectoria cinematográfica de uno de los más grandes directores -de animación o no- de la historia.
‘El chico y la garza’ se basa libremente en la novela ‘¿Cómo vives?’ de Genzaburô Yoshino y presenta a un preadolescente que pierde a su madre en un incendio causado por un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre decide mudarse fuera de Tokio para trabajar en una fábrica y allí, en una enorme casa de campo, el chico se enfrenta a una nueva vida y es arrastrado a un mundo fantástico y misterioso a través de una garza real que, en ocasiones, adquiere forma humana.
Miyazaki, como en muchas de sus obras, también aprovecha aquí para reflexionar sobre su propia infancia. Cuando él era niño tuvo que huir a otra ciudad de los bombardeos de una Utsunomiya en llamas y su padre, como el del protagonista de la película, construía piezas de aviones durante la guerra (como el protagonista de su anterior trabajo).
En ‘El chico y la garza’, el cineasta se autorreferencia más que nunca, haciendo de la cinta un compendio de elementos de todo su cine, y a su vez ofreciendo una nueva visión, quizá más reflexiva y melancólica que nunca. Temáticamente se acerca a los universos fantásticos de ‘El viaje de Chihiro’ o ‘El castillo ambulante’. También hay algo del humor tierno de ‘Mi vecino Totoro’ o ‘Ponyo en el acantilado’; y los warawaras, las nuevas criaturas de Miyazaki, guardan muchas similitudes con los kodamas, esa suerte de ánimas que poblaban el bosque en ‘La princesa Mononoke’. No obstante, los primeros minutos se acercan considerablemente a la madurez realista de ‘El viento se levanta’.
Durante la primera hora de metraje, el cineasta logra momentos de una belleza arrebatadora y de una sensibilidad emocionante tratando el duelo de un niño que tiene que aprender a vivir para el resto de su vida sin el amor de una madre. Miyazaki emprende una búsqueda existencial sobre la pérdida a través de un personaje que intenta hallar respuestas que nunca va a encontrar. La partitura a piano de Joe Hisaishi, músico en todas las películas del cineasta, enamora con su cadencia melancólica y acompaña de manera inmejorable a las espectaculares imágenes.
Después de esa primera hora introspectiva, la película explota con un derroche de imaginación marca de la casa tan arrebatador como en ocasiones ligeramente desconcertante. Narrativamente se adentra en enrevesados laberintos que no siempre son sencillos de seguir, pero es tal la calidad artística que se muestra en pantalla que tampoco importa demasiado. Fiel a su inimitable estilo, el entorno donde habitan los seres de Miyazaki es tan vivo y plástico que parece que se puede tocar y sentir. ‘El chico y la garza’ está repleta de esos preciosos detalles y texturas que solo Ghibli es capaz de conseguir: un zapato pisando el barro, las vísceras de un pescado, la sangre cayendo a borbotones por una herida abierta…
Otro de los temas sobre los que orbita la película, presentado indirectamente en la trama pero reflejado de manera clara a través de las metáforas, es el legado artístico y la relación del artista con su propia obra. Nunca va a ser posible encontrar un sucesor de nada, pues cada individuo es un universo en sí mismo, y en cada universo existen reglas y metodologías particulares. Miyazaki llega a esta conclusión con una nostalgia no exenta de tristeza, pero también con la tranquilidad de que la vida no es infinita, en cambio, sus películas sí lo serán. Ya lo son.