Lois Patiño, con una extensa carrera en el mundo del cortometraje, presentó en 2020 su opera prima ‘Lúa Vermella’ en el Festival de Berlín, que se ambientaba en un pueblo de la costa gallega. Para su segundo largometraje, también estrenado en el certamen de la capital alemana (donde se hizo con la Mención del Jurado de la sección Encounters), el cineasta se aleja de nuestras fronteras para filmar una película tan inclasificable como libre.
Rompiendo decididamente las barreras entre el documental y la ficción, ‘Samsara’ ilustra dos formas de vida radicalmente distintas en dos lugares radicalmente distintos. Por un lado, unos jóvenes están formándose para ser monjes budistas en las montañas de Laos; por otro, unas mujeres trabajan recogiendo algas en la costa de Zanzíbar. El nexo que une ambas historias es la gran baza que se guarda Patiño, cuyo objetivo no es otro que hacer del visionado de su película una experiencia activa y espiritual.
Plasmar una cultura foránea desde una visión occidental sin caer en estereotipos o en falsedades no es nada sencillo e implica una gran capacidad de observación, además de una voluntad del cineasta por aprender. Aquí, el director gallego da toda una lección sobre cómo mirar. Porque, a fin de cuentas, ‘Samsara’ es, por encima de todo, una película sobre la mirada, sobre lo que se ve y lo que no se ve. La cámara de Patiño es como un ojo inquieto: un ente que describe y analiza, pero cuya visión está despojada de cualquier juicio. Como en buena parte del cine de Apichatpong Weerasethakul, el filme no carga a sus personajes de grandes conflictos dramáticos, sino que se dedica a observarlos con atención e intentar extraer su lado espiritual conectándolos con la naturaleza con la que interactúan.
La bellísima propuesta formal de ‘Samsara’ incluye además una sabia decisión técnica. En su primera parte, filmada en Laos, la dirección de fotografía corre a cargo de Mauro Herce, y en Zanzíbar, toma el relevo Jessica Sarah Rinland. Ambos consiguen exprimir al máximo el esplendor de sus respectivos paisajes, filmados en gloriosos 16 mm y guiados por la extraordinaria capacidad de Patiño para transmitir la magia y el misticismo de estos lugares.
Aunque el mayor hallazgo de la película reside sobre todo en resignificar la experiencia cinematográfica, en su búsqueda incansable por ofrecer algo nuevo, en animar al espectador a sentarse en una sala oscura rodeado de extraños y dejarse llevar e invitarlo a vivir, morir y renacer allí mismo. Es una película que requiere de esa abstracción que solo una sala de cine puede ofrecer. Una obra mayúscula e importante dentro de ese cine español irreverente y valiente que a los Goya (y al resto de los premios de la industria española) tanto les gusta ignorar.