No hay demasiados cineastas que hayan retratado las vivencias comunes de los hombres homosexuales de una forma tan realista y sentida como Andrew Haigh (‘Looking’, ‘Weekend’). A lo largo de su filmografía, el cineasta británico ha explorado con enorme cariño las preocupaciones y experiencias generales del colectivo al que pertenece, y más específicamente, las de los hombres de su generación. Un dato que no puede pasarse por alto, sobre todo cuando hablamos de una película como ‘Desconocidos’, que explora el trauma que arrastra Adam, interpretado por Andrew Scott, quien no ha superado la temprana muerte de sus padres cuando él apenas tenía doce años.
Parte de ese malestar viene de la incomprensión a la que las personas LGTB han estado sometidas históricamente. Aunque reconocible para cualquier miembro del colectivo, incluso para los más jóvenes, la intolerancia arraigada en la sociedad se agrava al ir retrocediendo generaciones (un buen síntoma de que estamos mejorando). Sea como sea, lo que se narra en la película, ese miedo a mostrarse como uno es desde la infancia por culpa de los parámetros sociales establecidos continúa siendo una realidad para muchos.
Haigh, cuya principal obsesión temática desde los inicios de su carrera es la soledad, adopta aquí una visión distinta para acercarse a ella, recurriendo por primera vez en su obra al género fantástico. Un viraje tan valiente como cuestionable, ya que la propuesta que plantea, al menos sobre el papel, tiene mucho de anti-cinematográfica. De hecho, la cinta no parte de un guion original, sino que adapta una novela de Taichi Yamada. Y se nota continuamente: los engranajes narrativos y las reflexiones que plantea pueden funcionar perfectamente en un texto escrito, o incluso en una representación teatral, pero el cine no parece el medio más adecuado para plasmar esta historia. O al menos, no de la manera en la que lo hace Haigh, con una puesta en escena que nunca encuentra el tono adecuado, y un guion que a menudo resulta sobre-explicativo. Sorprende, para mal, la poca sutileza con la que el director se acerca a los conflictos y la manera tan explícita de lanzarlos a la pantalla, algo muy poco característico de su cine.
Haigh somete a los espectadores a una suspensión de la realidad tan drástica desde una intensidad dramática tan alta que constantemente cruza la línea de la cursilería. La película se esfuerza tanto en dar sentido a su dispositivo formal, creando una narración artificiosa y afectada, que se olvida de desarrollar a sus personajes secundarios. Especialmente flagrante es el ejemplo de Harry, interpretado por Paul Mescal, con quien Adam comienza un romance. No hay información suficiente para conocer más de él ni se retrata con el poder de sugerencia necesario para querer descubrirlo.
Por fortuna, el gran cineasta que es Haigh no está completamente ausente. Hay secuencias hipnóticas, que sirven para adentrarse en la piscología del protagonista y su perturbado mundo interior, como la de la discoteca -a todas luces, el momento estelar de la cinta-, donde el director encadena una serie de ensoñaciones y recuerdos. También las escenas de sexo poseen fuerza dramática como momento de conexión entre ambos personajes, por eso resulta tan frustrante que no haga nada con ello. Especialmente cuando uno ve cómo Andrew Scott se deja la piel en una interpretación absolutamente desgarradora en una película que nunca le hace justicia.
Uno de los principales recursos que utiliza ‘Desconocidos’ para ganarse la empatía del público, es el uso de la música, reservando escenas importantes a ‘Death of a Party’ de Blur o ‘The Power of Love’ de Frankie Goes to Hollywood, pero desgraciadamente, no son suficiente para arreglar el extraño pastiche narrativo que construye Andrew Haigh aquí.
‘Desconocidos’ solo puede entenderse como un paso en falso en la filmografía de un cineasta sensible y con un talento admirable para retratar el sufrimiento de almas perdidas. En esta ocasión, solo encontramos pequeños resquicios de ello en secuencias aisladas, pero prima por encima de todo una desconcertante brocha gorda para retratar la pérdida y el trauma gay en la que no se reconoce a su autor por ninguna parte.