Tras el festival de colaboraciones que fueron ‘Errantes telúricos’ y ‘Proyecto Toribio’, Enrique y Roberto Ruiz Cubero regresan a su esencialidad, a ser solo un dúo en casi-casi todas las canciones. En este disco todo es sencillo y transparente: solo están la mandolina de Roberto, la voz y la guitarra de Enrique. Incluso vuelven a la autoedición. Fieles a su sonido, cada vez más refinado, que desde ‘Quique dibuja la tristeza’ va más allá de la jota alcarreña, las seguidillas, los fandangos y del bluegrass y se ha convertido en, simple y llanamente, cuberismo.
Y cuberismo puro y duro es lo que encontramos aquí. Porque pasan las modas para todos, pero no para ellos. En los créditos hay esta declaración de intenciones: “En un mundo de cifras y resultados suena extraño afirmar que la música es arte. No suele entenderse así. Y que el arte debe ser íntegro y original y debe responder a inquietudes interiores más que exteriores, más a emociones que a emoticonos. Y que las modas nunca aportarán nuevas vías de expresión artística. (…) Esto es lo que hemos reflejado en ‘Cubero bueno, Cubero malo’; sentados uno al lado del otro, codo a codo, tocando y cantando, sin trampa ni cartón”. Lo de siempre, tan bien como siempre.
El título ‘Cubero bueno, Cubero malo’ juega con la dualidad. En este disco hay un estupendo equilibrio: el humor y la pesadumbre, la autorreivindicación y el autofustigamiento, la sabiduría y la asunción de la propia tontería, cantar al carpe diem pero también al desaliento por el paso del tiempo.
Esta alternancia es cristalina en las canciones, que van de la melancolía a la sabrosura y vuelta a empezar. Porque abre la queda ‘Corrido de Fuenterrebollo’, una canción tradicional, a la que sigue la festiva ‘Sambenito’, que proclama el orgullo de ser diferente en ambientes opresivos e ignorantes, que da la vez a la melancolía de ‘Olvido, alegría y autoestima’, donde Enrique echa de menos esos tres sentimientos que sirven para tirar adelante: “la autoestima no me quiere visitar / cada día me insulto muy gustoso”, entona doliente. Pero la pena dura poco, porque se ríen del postureo y de ellos mismos en ‘Muy tonto para Madrid, muy feo para Barcelona
’. Y de la risa al llanto en la preciosa ‘En el baile’, de añoranza infinita.La cara B es aún más gozosa. La abren con ‘Cubero bueno, Cubero malo’, la canción, donde cantan a dúo sobre las incertidumbres, alegrías y desastres de ser un grupo como ellos que se niega a cambiar un ápice: “muchas butacas vacías / pero con disco del año”. Su brújula es la autenticidad y la honestidad, en la vida como en el arte, aunque eso te aleje del éxito material.
Y no solo se reivindican de letra, sino de música. La canción titulada ‘Cuberología’ es instrumental. Las palabras sobran. Pero las palabras también ayudan, en ‘Duelos ajenos’, un dechado de sabiduría popular que proclama que nadie ha de ver tu sufrir, porque básicamente a los demás les da igual (sólo que Enrique lo canta y lo explica mejor que yo, claro). Y si esto ya empieza a pesar en el alma, te rescatan con las tradicionales ‘Habas verdes de Valladolid’, sabrosona y sandunguera y ‘Seguidillas de Mondéjar’, de lo más pizpireta. Para cerrar recuperan ‘Efímera’, que aquí canta Abril, la hija de Enrique (y la única invitada de todo el disco), en una versión con más reprise que en ‘Errantes telúricos’.
Hace mucha ilusión ver que los hermanos Cubero siguen a lo suyo, sin prisa y sin pausa. Únicos en su especie.