Carlos Boyero Dixit:
Me ha ocurrido con The Turin horse, dirigida por el aclamado director húngaro Bela Tarr, alguien indescriptible de siempre para mi sentido del cine, pero al que las revistas especializadas dedican infinitas y asombradas páginas, algo de enorme mérito al constatar la heroicidad que supone escribir incansablemente sobre la nada. En el prólogo de esta película cuentan que Nietszche se volvió loco para el resto de su vida al ver cómo un cochero azotaba a su caballo al negarse este a trotar. Bela Tarr no se ocupa de las enigmáticas razones por las que a Nietszche se le fue la olla, sino del cochero, su hija y el caballo. Quiero decir: describe minuciosamente lo que estos hacen a lo largo de seis días, y en 146 y sufribles minutos. A saber: 10 minutos siguiendo al carro, otros siete encerrando al caballo en la cuadra en medio de una tormenta, ocho mostrando cómo el huraño dueño del caballo se cambia de ropa al llegar a casa, cinco observando cómo devora una patata cocida, otros cinco filmando a la hija al comerse la suya, 10 mientras que ambos observan el agreste paisaje, nueve recogiendo al buen hombre cuando se desviste antes de acostarse y así hasta el final. Todo ello fotografiado en artístico blanco y negro, con idéntica y repetitiva música, en planos secuencia, con la cámara inmóvil o moviéndola cadenciosamente, reduciendo el diálogo a monosílabos (aunque hacia la mitad aparece un vecino borrachín que se suelta un monólogo apocalíptico), obsesionado con éxito el pretencioso marciano Tarr por crear atmósfera, aunque esta no tenga ninguna historia que arropar. Me cuentan que Bela Tarr ha declarado que con The Turin horse lo que ha pretendido es representar el peso insoportable de la vida. Ignoro si la suya es tan pesada pero puedo jurar por mi santa madre que los kilos de aburrimiento que ofrece su cine se salen de la balanza.