A ver, esto es menos bochornoso, y menos gracioso, pero es la experiencia con la mierda más potente que tengo.
Me operé de hemorroides internas. La intervención fue un lunes, y llevaba ingresado desde el domingo, a dieta primero blanda y luego sólo líquidos. Me dieron el alta el martes por la mañana, con una advertencia de que las primeras veces me iba a doler, y una prescripción para comprar calmantes: Valium y otro para el que tuve que dar mi dni. Era morfina. Ahí me empecé a mosquear BASTANTE.
Pasé el martes en casa, con la zona condolida, pero nada insoportable, aún con dieta blanda, y sin ganas de ir al baño. El miércoles fui al baño la primera vez. Al principio parecía que todo iba bien, pero fue justo terminar y sentir una oleada de DOLOR que me dejó paralizado. Me quedé sin respiración y corriendo me tragué la pastilla de morfina. Comencé a llorar y retorcerme sobre la cama. Jadeaba y apretaba los ojos, suplicando que el dolor desapareciera, o por lo menos se mitigara.
Tardó una media hora en alcanzar límites soportables, me levanté de la cama y empecé a andar por toda la casa, aún llorando.
Ante la perspectiva el jueves fui al médico, le conté mi experiencia y le pedí consejo sobro cómo minimizar el dolor la siguiente vez. Fui muy hombre y cuando hablé con ella, lo hice lleno de lágrimas, rogándole que hiciera algo para evitarme ese dolor infernal. Lo que me dijo fue que me tomara la morfina como cinco minutos antes de ir al baño, para que le diera tiempo a hacer efecto.
La segunda vez que me dieron ganas de ir al baño fue el viernes. La situación era peor porque yo ya SABÍA cuánto me iba a doler, y me negaba a pasar por ese trance. Estaba como en una escena de la película Saw: tenía que cagar, pero no quería, porque me iba a doler muchísimo. Aguanté, aguanté, y cuando creía que no podía más me tomé un comprimido de la morfina y fui al baño. Fui incapaz, no me atrevía a empujar. Y si no empujaba, no podría volver a tomar morfina hasta pasadas unas horas. Así que estuve sentado, llorando, impotente ante la situación.
Llamé a una amiga, que me calmó un poco. Me hinché de tilas y me fui a acostar, aun con la ampolla rectal repleta y con ganas de salir.
Me desperté de madrugada, medio zombie, con el perrito asomando el hocico. Así que, sin pensarlo nada, cagué, me tomé el calmante y sufrí lo del miércoles una segunda vez. No fue menor el dolor, o al menos no me lo pareció. Pero empecé a asumir que el tributo iba a pagarlo sí o sí.
La tercera vez dolió menos, y un mundo de arco iris y unicornios se abrió ante mis ojos.