La cantante es una superestrella apta para las revistas especializadas musicales y para la prensa rosa desde hace casi dos décadas -ella misma ha situado esta noche el inicio de su carrera «hace 19 años» y de hecho recupera ‘Survivor’ de Destiny’s Child de 2001 hacia el final del concierto-, pero ha sido tras el excelente ‘Lemonade’ cuando ha terminado de consolidar su estatus. El salto ha sido tan vertiginoso y fascinante como imprevisible: en cinco años ha cambiado su perfil radicalmente, trabajando con valores primero ligeramente underground (el sample de Major Lazer en ‘Girls’, celebradísimo esta noche), luego totalmente desconocidos (Boots) y finalmente muchos de los endiosados por el entorno intelectualoide de Pitchfork (Kendrick Lamar, Vampire Weekend, Father John Misty), por un lado dejando de sonar en radios y por otro afianzándose como artista llenaestadios. Justo ahora que es incapaz de lograr un número 1 en singles es cuando pasa de actuar para 10.000 y 15.000 personas en el Palau Sant Jordi a actuar para 46.000 en un Estadio Olímpico.
Esta contradicción tiene sus consecuencias en el ‘Formation Tour’ que presenta la cantante. El espectáculo estéticamente es de órdago, prescindiendo de las horteradas, los sermones, la vulgaridad y el componente familiar que utilizan otros y otras, resultando de lo más elegante en cuanto a fotografía y proyecciones. Aprovechando la estética ‘Lemonade’, las imágenes de directo y pregrabadas que aparecen sobre la gigantesca pantalla central -más bien un prisma giratorio que se abre y se divide en función de lo que pida cada canción o interludio- son de una excelente factura. Eso sí, el espectáculo es tan sobrio y solemne, que por momentos resulta frío.
Beyoncé se muestra natural y sonriente, cercana incluso cuando toma prestada una toalla de una primera fila o indica que su canción favorita del nuevo disco es la preciosa ‘All Night’, no precisamente la pieza más underground. Sin embargo, su espectáculo resulta también algo mecánico y repetitivo. Una vez que has comprobado la magnitud del cubo central, pocas grandes sorpresas más encierra el montaje, salvo un par de cañonazos de un fuego abrasador a estas temperaturas y de confeti, más el número del charco de agua durante ‘Freedom’ que ya se vio en los Bet Awards. A la cantante le encanta posar con formas geométricas con su veintena de bailarinas femeninas a los lados, lo que de nuevo estética y políticamente es un gran recurso (hace poco alguien me dijo que había aprendido el verbo «empoderar» gracias a Beyoncé), pero recurre a él demasiado. Uno espera que se produzca algún número espectacular más que te deje con la boca abierta y que, a lo largo de 2 horas, no termina de llegar.
Y al dinamismo del show no contribuye siempre el setlist. Tiene su gracia, como comentábamos hace unos días, que ‘Single Ladies’ no haya sido interpretada en esta gira más que una vez porque la propia letra de ‘Sorry’ referencia expresamente la letra de ‘Single Ladies’ desde el arrepentimiento. ‘Lemonade‘ habla de una infidelidad de su marido Jay Z y la letra de ‘Sorry’ dice claramente: «esta noche me arrepiento de haberme puesto el anillo»… de boda, el de ‘Single Ladies’. Personalmente agradezco la ausencia de ‘Déjà-vu’, ‘If I Were A Boy’ o ‘Best Thing I Never Had’. Pero el caso es que entre las canciones que no le pegan con la estética o el discurso actuales (¡¡¡no ha sonado ‘XO’!!!), las que no apetecen por ser baladas pasadas de moda y las que suenan en ese odioso formato de medley, lo que incluye a la mismísima ‘Crazy In Love’, ultra breve, igual el repertorio no es el idóneo para un estadio de este tamaño. Ni U2 ni los Rolling ni Coldplay pasarían de sus 2-3 clásicos principales ni los relegarían al formato medley frente a 50.000 personas. Ni modo. Arderían marquesinas.
Tanto ha querido hacer Beyoncé un espectáculo súper en serio, tan pensado está todo para que nada quede fuera de sus patrones estéticos actuales, tan ideado está el show para complacer a la crítica musical, que la dirección artística se lleva por delante el componente de diversión que ha de tener todo concierto de pop. Hemos podido sonreírnos cuando al final de ‘Sorry’ Beyoncé se ha atusado el pelo al cantar «Becky with the good hair», cuando ha cantado ‘Irreplaceable’ en castellano a capella o cuando nos ha mostrado sus nalgas en la desafiante ‘Hold Up’, lo cual está lleno de significado. Pero nos hemos divertido y emocionado poco y eso ha producido que casi nadie cantara, lo cual ha destrozado la interpretación de lo que pensaba que iba a ser el «highlight» de la noche, ‘Drunk In Love’: casi nadie se ha sumado a la petición de Queen B de entonarla en su lugar «louder and louder».
¿Demasiadas expectativas producidas por tres discos seguidos impecables? ¿Demasiados pájaros en la cabeza sobre lo que iba a ser este show? ¿Demasiado por encima percibimos a Beyoncé de cualquier otro cantante masculino o femenino actual? Es posible. Porque a cualquiera que sonara como su banda ha sonado, se dejara la piel bailando como se la ha dejado (sí, hemos percibido en algunos de sus gestos aquellos míticos memes post-Super Bowl), montara el show estéticamente que ha montado, cantara como ha cantado a capella ‘Love on Top’, se manejara tan bien en terrenos rockeros y country como ha mostrado en ‘Don’t Hurt Yourself’ y ‘Daddy Lessons’ y además se acordara de Prince en un interludio para pinchar ‘Purple Rain’, lo ensalzaríamos. Pero hoy toca asumir que Beyoncé no es el ser angelical enviado del cielo que insinúa la producción de ‘Halo’. Va a ser que simplemente, ahora mismo, es la mejor. 7,9.
Foto: 13th Witness/Parkwood Entertainment, cedida por Live Nation España.