Lo que se sufre en Grindr, el tiempo que se pierde ahí dentro, no está escrito. Tengo un amigo que lo llama «El manuscrito Voynich de nuestros tiempos», a saber, una pieza histórica rara ilustrada, en un idioma incomprensible. Ilustrada está, el resto es inescrutable, sí.
Los psicólogos y sexólogos, como Gabriel J Martín, sí empezaron hace unos años a analizar en libros tipo ‘Gay Sex’ qué hay detrás de todo esto. Lo que se ve como una aplicación hedonista y divertida para el cerdeo esconde problemas de autoestima y una necesidad de validación del prójimo apremiante, agravada por la marginación tradicional de la comunidad LGTB+. Pero aún no es tan común ver en la ficción tanto de esto, ni siquiera en clave de humor, ni siquiera de manera superficial.
A todos nos vienen a la cabeza ejemplos. 3, 4… minucias en comparación a la cantidad de series protagonizadas por heterosexuales que hay. La noticia es que 20 años después de ‘Queer As Folk’, las dificultades de conexión entre humanos, ya de cualquier orientación, no se ha ido a ninguna parte, y por eso una parte del público ha devorado de una sentada ‘Smiley’, una serie mala como una ITS, viral como una misma, que se ha convertido en la 3ª ficción más vista de Netflix en España. Un fracaso, dicen algunos apuntando a sus datos internacionales, como si ahora todas las series españolas tuvieran que ser ‘La casa de papel’ o ‘Élite’, o como si el votante de ciertos partidos fuera a ponerse a ver esto. Yo ya entiendo como un éxito el modo en el que ha polarizado a todo aquel que la ha visto.
‘Smiley’ es la adaptación de Guillem Clua de su propia obra de teatro, estrenada hace 10 años. Cuenta la pueril historia de dos chicos de Barcelona que se conocen por una casualidad imposible. A uno lo interpreta Miki Esparbé, que hace de arquitecto cinéfilo, pedante, insoportable. Y al otro Carlos Cuevas, el Pol Rubio, solo que aquí en vez de tomar primero y luego dar clases de filosofía, es un camarero de treinta y tantos que aparenta 25, va a 2 gimnasios y tiene serrín en el cerebro, pero buen corazón.
La reducción de 2 personajes protagonistas al cliché más zonzo ha sido una constante en la comedia romántica. Es su esencia viva. También muchas veces el encanto de lo inaguantable. No hay más que recordar a Billy Crystal escupiendo semillas por la ventanilla al principio de ‘Cuando Harry encontró a Sally’. O a Meg Ryan en la misma película, cuestionando cualquier fruslería del menú del día, como si fuera caviar.
‘Smiley’ parte de una realidad universal -la gente se siente sola, la gente necesita reconectar en este momento histórico tan individualista- para ofrecer después un producto irreal e inverosímil… porque ese es el género al que homenajea hasta la saciedad. En varios capítulos hace referencia a comedias tan absurdas como generacionales como ‘Love Actually’ y ‘Notting Hill’, incluso destacando su carencia de personajes LGTB+, porque ese es su principal cometido y su reivindicación. El entretenimiento puro y duro. La necesidad de que nos quieran, maricas promiscuas y todo. No por casualidad se ha estrenado en Navidad, se desarrolla en Navidad y se recrea en la Navidad más que Rudolph, «the Red Nosed Reindeer» sobrevolando la casa de Mariah Carey. Después de décadas tragándonos ‘Grease’, ‘Amelie’ y ‘Bridget Jones’ en estas fechas, las personas LGTB+ también necesitábamos algo así. Al menos las que sentimos algo con aquella cursilada supina que tanta vergüenza da reproducir en voz alta: «solo soy una chica delante de un chico pidiendo que la quieran».
¿Es cierto que ‘Smiley’ podría ser mejor de lo que es con los mismos recursos? Mucho. Las metáforas sobre cervezas tostadas y sin alcohol definen la falta de agudeza e imaginación, las cualidades de Pepón Nieto como travesti palidecen en los tiempos de Drag Race España, las subtramas -como la del marinero- no hay por dónde cogerlas… Pero la serie tiene sus puntos, como cuando ese personaje tan almodovariano suelta: «Si fueras menos guapo, ya estarías casado» y uno solo puede asentir, o cuando asistimos a un bollodrama con una planta de algodón de fondo. Ahí es imposible que la serie no esté riéndose de su propia estupidez.
Lo suficientemente carismática como para estar consintiendo tests sobre qué personaje de ‘Smiley eres’ (soy Ibra, es una mierda no ser el Pol Rubio, pero es un consuelo no ser Bruno), la serie acaba con esa canción de Cariño y Mujeres. Ya quisieran muchos de los que tanto critican esto, tener tan buen gusto.