El asesino en serie apodado “Babysitter” actuó durante 1976 y 77 en el condado de Oakland, al norte de Detroit. Secuestró, torturó y mató a cuatro niños, cuyos cuerpos, cuidadosamente vestidos con ropa recién lavada y planchada, dejaba colocados sobre mantas junto a una carretera. Nunca fue capturado. Joyce Carol Oates, de 84 años, vivía en Detroit cuando ocurrieron los hechos. Fue testigo del ambiente de miedo y paranoia que se vivió en la región, intensificada por la tensión racial que, tras los gravísimos disturbios de 1967 (recreados en el filme ‘Detroit’), seguía muy presente en el estado de Michigan.
En ese contexto histórico y emocional se sitúa la historia de ‘Babysitter’. La nueva novela de Oates es un thriller psicológico, con toques de erotismo y true crime, protagonizado por una elegante mujer de la alta sociedad de Detroit, madre de dos hijos y casada con un exitoso empresario, que verá como su aburrida y rutinaria existencia dará un vuelco cuando se cite en una habitación de hotel con un enigmático hombre de negocios al que ha conocido en una fiesta y del que se siente perdidamente atraída. En paralelo, el asesino de niños seguirá sumando víctimas y provocando el terror en la comunidad donde reside la protagonista.
Racismo, clasismo, violencia sexual, misoginia, homofobia, pederastia, control de armas… Todos estos temas aparecen en la novela perfectamente integrados en la trama. A través del extraordinario dibujo psicológico de su protagonista (una mujer víctima de la violencia y el poder masculino que la emparenta con la Marilyn de ‘Blonde’), Oates compone un retrato feroz de la sociedad estadounidense de los 70. Una visión que resulta todavía más terrible si tenemos en cuenta que, 50 años después, muchos de esos problemas aún siguen vigentes y sin visos de resolverse.
En ‘Babysitter’, Oates demuestra un control absoluto del tiempo narrativo. Manipula la línea temporal, dilatándola de tal manera que la acción se transforma en pensamiento. Puede dedicar cinco o seis páginas a lo que pueden ser dos o tres minutos de experiencia real. Eso le da a la prosa una densidad hipnótica, de una subjetividad casi onírica, pesadillesca. Y funciona de maravilla. Nunca pierde al lector por el camino. Al contrario. El relato, algo tópico, se transforma en una exploración psicológica tan subyugante -al estilo de la reciente ‘La señora March’- que da gusto dejarse arrastrar por sus páginas.