En un mundo tan vertiginoso en el que literalmente ya ni recuerdas lo que parecía un notición hace una semana, poca gente debe de tener ya presente a Youth Lagoon. El proyecto del estadounidense Trevor Powers sonó bastante en blogs entre 2011 y 2015 gracias a los tres álbumes que sacó aquellos años, ‘The Year of Hibernation‘, ‘Wondrous Bughouse‘ y ‘Savage Hills Ballroom‘. Entonces anunció su retirada porque consideraba que con dicha trilogía ya había dicho todo lo que tenía que decir y todo el mundo –o casi– se olvidó del tema. Raro era el artista que le versionaba o reivindicaba, raro el fan que le echaba de menos.
¿Está justificado su regreso con un nuevo álbum llamado ‘Heaven Is a Junkyard’? Absolutamente. Escucharlo es reencontrarse con un músico minucioso, pendiente de las pequeñas cosas, en cuyas grabaciones con la co-producción de Rodaidh McDonald hay restos de jazz, soul y electrónica a través de beats, pianos, samples…
El mensaje también es enriquecedor. El single principal ‘Idaho Alien’, inspirado en la novela negra, género que tanto le gusta (cita a Jim Thompson, por ejemplo), no evita el reconocimiento de pensamientos suicidas. «No recuerdo cómo pasó, la sangre llenó las patas de la bañera», repite su estribillo secamente. Después, en ‘Trapeze Artist’ proclama “Dios salve al trapecista”, hablando de adicción a las drogas, y de cómo una enfermedad le hizo perder la voz en 2021. “Mi voz ha desaparecido, con lo fuerte que solía ser”, lamenta.
Las canciones de Youth Lagoon nos hablan de más sangre (‘Rabbit’) y de la infancia (‘The Sling’), pero no siempre lo hacen con un tono meramente nostálgico o trágico. Su tono susurrado y tenue consiente cierta sorna, o como mínimo, cierta aceptación y conformismo respecto a la desgracia, y otro de los singles, ‘Prizefighter’, llega a sonar incluso optimista. «Ya conquisté el mundo, así que estaré bien. Conseguí la luz para guiarme. He vuelto a trabajar, eso ha terminado. Todo lo que quiero es pasármelo bien».
El grado de conexión que consigue Youth Lagoon con el oyente es muy fuerte. Pues además no está apelando con su sonido a la juventud seducida por la última oleada del bedroom pop, a la nostalgia del indie rock de los 90 o a la electrónica. Su propuesta es muy particular. ‘Mercury’ podría conectar en trucos de producción indistintamente con The Postal Service o el Dave Fridmann que trabajaba con Flaming Lips y Sparklehorse. ‘Lux Radio Theatre’ es incluso un tema instrumental.
Las referencias son originales, hasta el punto de que no sabes muy bien si ‘Little Devil from the Country’ podría ser un tema al piano de Fiona Apple, o en realidad no es más que un blues tradicional disfrazado de otra cosa, que nos habla ciertamente sobre un «pequeño demonio esperando en la parada del autobús».
La electrónica de ‘Helicopter Toy’, con cierto poso a Sigur Rós en sus acordes de piano y con una poética letra que se pregunta si el viento destrozará el helicóptero de juguete o lo ayudará a volar (gran metáfora), despide un disco diferente, deliberadamente fuera de tiempo, y que solo deja una duda. ¿Recordaremos mucho tiempo esto que hoy nos parece una pequeña maravilla, como nos lo pareció en 2013, o volveremos a olvidarnos, como de (casi) todo?