‘Beggars Banquet’ supone un hito en la evolución artística de los Rolling Stones por diversas razones. Por un lado es el primer disco sin contribución creativa significativa de Brian Jones (que aguantaría sólo un disco más en la banda, para morir poco después de su expulsión en 1969). Por el otro, supone la primera colaboración del grupo con Jimmy Miller, el productor americano con quien establecerían una estrechísima relación durante casi una década, y que definiría el sonido de su fase imperial de 1968 a 1972 (‘Beggars Banquet’, ‘Let It Bleed’, ‘Sticky Fingers’ y ‘Exile on Main St.’).
A nivel estilístico es además un disco que equilibra muy certeramente un alejamiento de los experimentos psicodélicos de sus dos discos anteriores en favor de canciones más “roots”, pero sin abandonar sus ganas de seguir explorando instrumentos y ritmos nuevos. Un hecho que se percibe desde esa apabullante declaración de principios con la que ‘Sympathy for the Devil’ abre el álbum: la canción que sellaría definitivamente su imagen de chicos malos y satánicos es una de las canciones más icónicas del final de los 60, pero sigue sonando inusitadamente fresca en 2023.
En ella, sobre un hipnótico ritmo entre afro-caribeño y funk, Jagger canta en boca de Lucifer sobre todas las grandes matanzas de los que es responsable (la crucifixión de Cristo, la Revolución Rusa, el “Blitzkrieg” nazi, los asesinatos de los Kennedy…). Por aquella época el músico estaba saliendo con Marianne Faithfull, quien le influyó en muchos aspectos culturales, descubriéndole por ejemplo la novela ‘El maestro y Margarita’, que narra una visita a Rusia de un aristocrático diablo. Inspirado por él y con ganas de escribir una letra de corte épico con referencias históricas a la manera de Bob Dylan, Mick creó ‘Sympathy for the Devil’.
Durante la grabación en los estudios Olympic de Londres, Keith Richards sugirió un cambio de ritmo, que propició ese mítico groove que anticipaba el ritmo «baggy» del sonido Manchester con veinte años de antelación. Buena parte de estas sesiones fueron exquisitamente documentadas por Jean-Luc Godard (en el vídeo se ve hasta la parte en la que graban los legendarios “uh uh”, Marianne Faithfull incluida).
Además de su inventivo ritmo, su muy moderna duración (casi siete minutos), un extraordinario solo furioso, y unos versos macabramente brillantes que eran de lo mejor que había escrito Jagger hasta entonces (“Así que si me encuentras, sé cortés / Sé empático, muestra algo de gusto / usa tu bien aprendida educación / o mandaré tu alma al infierno”), ‘Sympathy for the Devil’ estaba sintonizada -casi como una profecía- con las malas vibraciones que pronto empezarían a oscurecer el sueño hippy de los 60: el desgraciado asesinato durante el concierto de los Stones en Altamont, la muerte por ahogamiento de Brian dos días después, y pocos meses más tarde eventos como la horrible masacre de la Manson Family.
‘No Expectations’, acústica y pastoral, ofrece bucólico respiro después del torbellino satánico, además de ser prácticamente el canto del cisne de Brian Jones… es verdaderamente la única canción del disco en la que aportó algo distintivamente suyo, esa excelente guitarra «slide» que había brillado en tantas piezas de blues y rhythm and blues en los primeros años del grupo, y que aquí reaparece narcotizada pero preciosa, perfecta, en esta bellísima joya de Stones acústicos con notas de despedida (“Llévame a la estación y ponme en un tren / No tengo expectativas de pasar por aquí de nuevo”). En su sencillez, también es una de las más bellas y sentidas interpretaciones vocales del disco, con la capa de oro añadida por el piano del gran Nicky Hopkins.
Tras ‘Dear Doctor’ y su delicioso pastiche country (así reconocido en numerosas ocasiones por Jagger y Richards), que versa sobre una boda anulada en el último momento (una nota decía “cariño, estoy en Virginia con tu primo Lou, hoy no habrá boda”), siguen las letras ambientadas en los EE.UU. con ‘Parachute Women’: en Dallas, Nueva Orleans y Carolina Jagger reclama -en un doble sentido sexual muy poco sutil- que las mujeres paracaídas aterricen encima suya y practiquen sexo oral con él. La canción es un blues al mejor estilo del grupo, influido por Muddy Waters pero con excelentes efectos de eco para añadir un extra de amenazante psicosis.
Sigue ‘Jigsaw Puzzle’, que aporta un cierre muy conceptual a la cara A, ejerciendo como de hermana de ‘Sympathy for the Devil’: melodía en la misma onda, similar duración larga, y otro ejercicio de estilo dylanita a cargo de Jagger, del que sale bastante bien parado. El hecho de que también esta canción tenga otra excelente melodía -sustentada en preciosos acordes suspendidos en tensión- y que las piezas de ese puzle empasten tan bien entre sí (músicos, melodías, arreglos, producción) es otra muestra del altísimo nivel de ‘Beggars Banquet’.
Aún más: la cara B se abre con otro cañonazo, en este caso en el estilo más reconocible de los Stones: si de las sesiones de este disco había salido meses antes el inmortal single ‘Jumpin’ Jack Flash’, en la misma onda está este otro megaclásico del grupo: ‘Street Fighting Man’. La canción es fascinante por varias razones: inspirada por los sucesos de Mayo del 68 en París y las protestas contra la guerra del Vietnam, su letra no llega a comentario, es una simple fotografía de un tiempo de turbulencia política… pero como testimonio pop de un momento en la historia es perfecta: a veces es todo lo que puede hacer una canción, de pop o de rock. El propio Jagger lo corrobora (“pero ¿qué puede hacer un pobre chico como yo, excepto cantar en una banda de rock and roll? / Porque en la somnolienta Londres no hay sitio para el luchador callejero”).
Pero sobre todo funciona porque a nivel musical es increíblemente excitante, además de encerrar secretos cautivadores: por ejemplo, que a pesar de su sonido indiscutiblemente rock, todas las guitarras que suenan son acústicas. Keith Richards las grabó en un cassette Phillips y después las reprodujeron a través de potentes altavoces para distorsionarlas (mismo truco usado en ‘Jumpin’ Jack Flash’, por cierto). Junto a la voz doblada de Jagger, el bajo tocado por Keith (único instrumento eléctrico de la grabación) y una curiosa batería de tamaño minúsculo tocada por Charlie Watts pero pasada por generosa reverb, ‘Street Fightin’ Man’ suena gloriosa.
‘Prodigal Son’ nos devuelve a los Stones acústicos más «roots», una pieza fascinante que es a la vez un respetuoso e informado homenaje al country blues blanco de los años 30 de gente como Frank Hutchinson, pero que a la vez es empujado hacia el rockabilly, como si fuese una breve lección de historia de la música americana. A continuación, ‘Stray Cat Blues’ es otra de esas piezas con groove funk, rica en riffs, actitud, y guitarras y pianos entrelazadas que los Stones empezaban a perfeccionar y que influenciarían irónicamente en la aparición del rock sureño como concepto (recordemos que los Allman Brothers, primer exponente del concepto moderno de ese estilo, surgirían algo después y tenían una significativa influencia de los grupos ingleses de los 60).
‘Factory Girl’ y ‘Salt of the Earth’ concluyen el disco en admirable e inspirada magia acústica. La primera aúna folk de inspiración irlandesa (mandolina, fiddle) con sonido de tabla india. Unas hechuras célticas que en realidad les sientan maravillosamente: algo lógico en una banda tan acústica, y tan inspirada en ese folk americano que originalmente no era otra cosa que música celta introducida en el nuevo continente a través de los Apalaches por inmigrantes escoceses e irlandeses.
En cuanto a ‘Salt of the Earth’, supone una de las primeras canciones del grupo cantadas por Keith Richards, a quien más tarde se une Mick. La voz rasposa del primero pone un contrapunto de cierre y final extrañamente emotivo, con ese canto a “la sal de la tierra”, los desposeídos, trabajadores y gente sin suerte (“Bebamos por la gente de baja cuna, por la gente que trabaja duro”). Como ocurre a menudo con los temas de cierre en los Stones, la íntima premisa inicial va creciendo poco a poco, con el añadido del brillante pulso rítmico de Charlie Watts, el piano de Nicky Hopkins, y el coro góspel de Los Angeles Watts Street, hasta llegar a un momento final casi extático, sellando así otro excelente disco de la era dorada del grupo inglés.
Estas dos últimas canciones ponen también de relieve la figura tristemente menguante de Brian Jones, ausente de ellas y demasiado despistado, perdido y sin inspiración durante buena parte de las sesiones, metido de lleno en una espiral de problemas personales, como si fuera el único miembro que se hubiese tomado literalmente esa decadencia plasmada en la foto doble de la carpeta ‘gatefold’ del disco, con la banda disfrazada de decrépitos pordioseros en una degenerada comilona.