Una de las observaciones más sagaces de la crítica de ‘Cowboy Carter’ firmada por Sebas es que se trata de un disco «rico, complejo, abierto a las interpretaciones y al debate». Estoy muy de acuerdo, y entre los múltiples debates de los últimos días (si es un disco de country o no, si la nueva ‘Jolene’ traiciona a la original, si el apropiacionismo de la bandera de EE.UU. consigue el efecto contrario, etc.) hay uno que me ha resultado especialmente interesante: la guitarrista afroamericana Yasmin Williams escribía en Twitter que «si este es el álbum que se suponía iba a reivindicar y dar a conocer las raíces negras de la música country, no ha hecho un buen trabajo. Parece más un intento de capitalizar la creciente popularidad del pop-country que de educar realmente a nadie en la historia del género», y señalaba que Beyoncé «no está tratando de mostrar el talento de los artistas country negros de una manera real, lo cual seguramente es muy decepcionante para la gente negra del country que se rompe el culo tratando de tener éxito».
El objetivo de estas líneas no es valorar esa opinión, aunque es justo reconocer que la apisonadora del capitalismo y del patriarcado tradicionalmente ha hecho que los artistas blancos se llevaran toda la gloria (y la pasta) en multitud de géneros en detrimento de cualquier minoría, y que hacer música country siendo negrx ni fue ni es fácil.
La interesante vía de debate que el comentario de Williams abre tiene que ver con ese dato ya de sobra sabido: que la música negra influyó en lo que se conoció como country and western (anteriormente música hillbilly, posteriormente abreviado a country), y que sin su influjo el género no sería lo que es. Y es interesante porque Yasmin en realidad se queda muy corta en destapar la parte más fascinante -en mi opinión- de todo este asunto: el country es el equivalente musical a un perro mil leches, y consta de elementos de continentes, culturas y razas completamente dispares. Como género musical muy reciente es un producto de su tiempo, con sus raíces plantadas en una era de colonización, de movimientos migratorios masivos y de aceleración de los medios de comunicación. Una fascinante mezcla de elementos que lo convierten en el género más radicalmente multicultural de la actualidad, y construido casi en su totalidad por inmigrantes.
Todo empezó en las montañas Apalaches de los EE.UU., donde emigraron miles de irlandeses y escoceses escapando de las hambrunas y la pobreza de sus países a mediados del siglo XIX. Prosperando con grandes sacrificios en esa región rural, se trajeron consigo las canciones de su folklore, que usaban a menudo para expresar añoranza por su antiguo hogar. Con ellos llegaron los fiddles (violines) que formarían parte esencial del country un siglo después, así como las «murder ballads» y cantidad de viejas canciones de folk céltico y anglosajón que mutarían en canciones de folk y country norteamericano, siendo adoptadas también por los músicos negros del blues. Esta conexión céltica es todavía hoy en día muy evidente sobre todo en el bluegrass y en las variantes del country más rurales y acústicas (aspecto explorado excelentemente por la serie de la BBC ‘Bringing it All Back Home’).
Pero la historia es más compleja que todo eso: para comienzos del siglo XX al arsenal de esa música hillbilly de los Apalaches se empiezan a incorporar instrumentos como el banjo (de origen africano), o el autoharp (de origen alemán), producto de la interacción entre ex-esclavos y otras culturas migradas al país. En cuanto al repertorio de canciones, además de las tonadas tradicionales escocesas e irlandesas empiezan a aparecer himnos religiosos, a veces emparentados con el góspel negro, y la técnica instrumental empieza también a amalgamar nuevas técnicas como el fingerpicking en la guitarra, combinando técnicas blancas y negras.
No es casualidad que los «padres y madres» de la música country proviniesen de los Apalaches. Con la llegada de los fonógrafos y el incipiente nacimiento de la industria musical, los primeros superventas de este estilo -todavía muy rural- fueron Jimmy Rodgers y la Carter Family (sí, otros Carter). Maybelle Carter sería una figura legendaria por su uso del autoharp, su técnica de fingerpicking desarrollada por ella, y hasta por ser la suegra de Johnny Cash. Jimmy Rodgers estableció el arquetipo de cantante de country que pervive hasta nuestros días, y también fue quien popularizó otro elemento musical identitario del country: el yodel, ese grito con origen en el folklore de los Alpes suizos, que trajeron a los EE.UU. inmigrantes austro-bávaros de esa parte de Europa. Otro elemento mestizo más, de impredecible origen.
Hay más: otro de los instrumentos icónicos del country, la guitarra pedal steel, proviene directamente de la guitarra lap steel, de origen hawaiano. Durante los años 20 y 30 en los EE.UU. hubo una verdadera fiebre por la música hawaiana tocada con slides, y Jimmy Rodgers incorporó ese sonido a sus canciones con total naturalidad, en otro ejemplo fascinante de polinización cruzada musical. Su impacto fue tal que unos veinte años después, cuando aparecieron las primeras guitarras pedal steel con su complejo sistema de pedales y tensores que alteran la afinación de las guitarras, su lugar natural sería ya inexorablemente el country.
Pero hay que señalar que a su vez la música hawaiana tradicional era en realidad puramente vocal, y que la música hawaiana de guitarras no habría existido de no haber llegado ese instrumento al archipiélago, posiblemente de manos de trabajadores portugueses o mexicanos, durante el siglo XIX. De forma totalmente fascinante, los hawaianos adoptaron el instrumento a su manera, inventando sus propias afinaciones y tocándolo deslizando trozos de metal por las cuerdas. Sin esa invención que intentaba adaptar las músicas vocales de esa zona del pacífico a un instrumento nuevo, el country también sería hoy en día otra cosa.
Para concluir quedan por mencionar las raíces latinas de la música country: sí, habéis leído bien. Es un aspecto hasta ahora menos reivindicado que el de las raíces negras, pero del que se habla cada vez más. En el reciente «talent show» de Apple TV+ dedicado al country (“My Kind of Country”, con Orville Peck, al que entrevistamos, de co-presentador) una de las concursantes -Ale Aguirre- era mexicana, y su inclusión responde precisamente a esa reciente ola de reivindicación.
Porque es un hecho que el honky tonk (estilo que en los años treinta empezó a influir al country, y que Hank Williams entre otros desarrollaría en los 40 y 50), incorporaba -además de aspectos del ragtime negro- elementos muy influidos por las rancheras mejicanas a través de la cultura tex-mex. De hecho la propia imaginería de la cultura «del oeste» (los sombreros, las botas, los rodeos) proviene realmente de Méjico, a través de unas prácticas de pastoreo que posteriormente se expandirían por los EE.UU. Los primeros «cowboys» fueron realmente «vaqueros», y todo ese aspecto visual tan importante que absorbió la música country tiene origen latinoamericano.
Pero hay un último plot twist: la música norteña mejicana que el country absorbió estaba a su vez fortísimamente influida por… la polka. De origen checo, fue una música traída a Méjico por inmigrantes alemanes, checos y polacos a finales del siglo XIX durante el reinado del emperador Maximiliano I. Era un baile de moda en Europa que a su llegada al nuevo continente influyó mucho en el mariachi y otros estilos autóctonos del en el norte del país, los cuales acabarían incorporando el muy europeo acordeón, y ritmos germánicos como el vals (compás de 3/4) y la polka (compás de 2/4), para dar lugar a lo que actualmente se llama música norteña. El influjo de esos ritmos en el country es crucial (especialmente el vals, un ritmo fundamental en el género).
Lo cual nos lleva a dos conclusiones: la primera, que es imposible reivindicar el country como un género «blanco», «negro», «latino» o de cualquier otro origen. Se trata de una música gloriosamente mestiza, quizá el primer estilo globalizado de la historia, y es lo que es gracias a infinidad de aportaciones, muchas fruto de la casualidad, las modas o los movimientos migratorios. Algo que por cierto desde el siglo XIX ha sido un fenómeno más frecuente de lo que creemos: ¿sabías que el madrileño chotis es en realidad de origen eslavo, y se origina en una música que a su vez referenciaba un baile escocés («schottische»)?
La segunda conclusión es que hasta su comercialización la música country no «pertenecía» a nadie, y culturalmente no se asociaba en exclusiva a un grupo étnico. A partir de los años 30 la música sureña se empezó a clasificar en distintos géneros -cada uno dirigido a un grupo racial o étnico distinto- y algo precioso y espontáneo se perdió por el camino. Antes de esta clasificación, creada para vender más discos, tanto los sureños blancos como los negros tocaban una gran variedad de estilos, como blues, ragtime, hillbilly, minstrel o gospel. De repente, el blues era negro y la música country era blanca, todo porque la industria discográfica así lo decidió. Con el tiempo, la «música racial» y la «música hillbilly» se diferenciaron tanto para el estadounidense medio que el público de cada una de ellas rara vez cruzaba esa lamentable «línea de color musical», que sigue existiendo todavía en gran parte hoy en día.