‘Interplay’ es el séptimo álbum de Ride, el tercero desde su regreso en 2015. Y siguen cómodos en esa posición un poco ajena al tiempo, como si su parón de 22 años no se hubiera producido y aún estuviéramos en el 2000 (por ejemplo). Si en su anterior álbum, ‘This Is Not a Safe Place’, había cierto conato de innovación, en ‘Interplay’ han dado un pasito atrás para autorreivindicarse (aún más) como unos de los padres del invento del indie pop/britpop/shoegaze.
Esta vez la producción no corre a manos de Erol Alkan, sino de un estrecho colaborador, Richie Kennedy. Lejos de querer llevarlos a nuevos derroteros, la producción navega cómoda entre sonidos de los primeros 90: la manera de cómo las voces de Mark Gardener y Andy Bell están semi-enterradas, la pátina, los redobles de batería, las guitarras ora vaporosas, ora lejanas, el uso puntual de sintetizadores añejos…
Ride dicen que para este disco les inspiró la pandemia, pero también la batalla legal contra su ex manager. Una batalla que, en palabras de Gardener: “amenazó a nuestra propia existencia”. Quizás por eso hay tantos temas acerca de la libertad, aunque la amenaza, el peligro, no llegue a palparse en los 58 minutos de duración. Un tanto excesivos, si me preguntan.
Las dos piezas iniciales de ‘Interplay’ son pura gloria pop venida desde la frontera de los 80 y 90. ‘Peace Sign’, pizpireta, pegadiza y alegre, es una canción clásica y brillante. Tiene la virtud de sonar hija de una época, como ese hit perdido que reaparece en una sesión de nostalgia de tu ex-discoteca favorita. ‘Last Frontier’ nos arrastra con otra poderosa introducción de batería, tiene un gancho entre ‘Heroes’ de Bowie, New Order y la épica de las bandas brumosas de finales de los 80. La voz de Bell suena tan juvenil, tan confortable, que te lleva a terrenos conocidos.
Las muy buenas sensaciones familiares prosiguen con ‘Light in a Quiet Room’, que parece que quiera acercarse a U2, pero no: acaba como un mantra de psicodelia a base de bajo y platillos. Y, sobre todo, ‘Monaco’, más buena épica ochentera sintética cargada de deliciosos sintetizadores, orgullosamente anacrónica: otro hit enterrado.
Con tan buena predisposición, una abraza el rollo Depeche Mode inicial de ‘I Came to See the Wreck’ y la sexy, desértica y morosa ‘Stay Free’, aunque su letra sea un poco topicazo (“stay free, stay golden (…) stay away from the darkness”). Pero, ay, el hechizo se rompe a partir de aquí.
La segunda mitad exagera demasiado esta sensación de familiaridad, lo que hace que cueste fijar la atención en los temas: como en ‘This Is Not a Safe Place’, el problema es la repetición. A Ride se les acaba el gas de fabricar canciones-ya-escuchadas-pero-memorables, y se quedan simplemente en las “ya escuchadas”. Quizás ‘Midnight Rider’ sea lo suficiente adictiva, gracias a su melodía, su garra y fuste nocturno y las voces de Bell y Gardener enlazadas, aunque la letra tampoco sea para enmarcar: “I’m a midnight rider / On my way to an unknown plane”.
El final es un poco aburrido por acumulación. ‘Essaouiria’ en vez de ser esa gran pieza de psicodelia para cerrar, acaba derivando en algo monótono, monotonía que infecta a la final ‘Yesterday Is just a Song’. Una vez más Ride son especialistas en demostrarnos que siguen siendo muy buenos en lo suyo: regalarnos algunas canciones que nos recuerdan a lo mejor del indie pop de finales de los 80 y primeros 90, pero no logran dar a todo el conjunto el mismo nivel de brillo.