En su tercer disco en seis años (casi un milagro en su caso) Robert Forster nos ofrece ocho canciones que son como ocho relatos de ficción, en una de sus obras menos autobiográficas hasta la fecha. Quizá sea por la publicación inminente de su primera novela, o simplemente que las canciones a corazón abierto de ‘The Candle and the Flame’ exigían un giro temático para esta nueva entrega. Sea como fuere, el resultado es tan delicioso, delicado e inspirado como se puede desear de un nuevo disco de este legendario Go-Between.
Y en esa delicadeza tiene mucho que ver la producción de Peter Morén, de Peter Björn & John: a lo largo de ‘Strawberries’ las canciones más tranquilas y acústicas refulgen con detalles preciosos, y las más propulsivas cobran vida con la medida justa de impacto.
A medio camino de esos dos polos se sitúa la primera canción del álbum, ‘Tell It Back to Me‘, un clásico instantáneo (otro) en el triunfal catálogo de Forster: pop eufórico con cada elemento gloriosamente en su sitio, en un encadenado perfecto de introducción instrumental irresistible, estrofas y estribillos inspiradísimos, puente (inusual en Forster, frecuente en este disco), y como colofón una emocionante armónica. Envoltorio simplemente perfecto para un microrrelato sobre dos almas que se atraen pero son muy distintas (“yo enseñaba inglés, tú eras francesa… yo era corporativo y tú eras folk”).
Lo mejor del álbum sigue esta senda narrativa, con frecuencia sentimental. Ocurre en la deliciosa anécdota doméstica de ‘Strawberries’, con ese acertadísimo arreglo de cadencia ragtime. O en ‘Foolish I Know’, una fascinante viñeta acústica de atracción hacia el mismo sexo (“lo supe a la edad de 10 años, no serían las mujeres, serían los hombres / mis amigos me dicen, debes estar loco (…) Hoy pasó algo curioso / él me miró, y yo no aparté la mirada / estoy solo y necesitado de amor”).
Pero ese brillo narrativo que arrastra consigo a la música en perfecta armonía se manifiesta con especial inspiración en lo que se puede considerar la pieza central del disco, ‘Breakfast on the Train’, otro nuevo diamante que sumar al ya abundante canon de este autor. Durante sus casi ocho minutos Forster relata una historia de amor, sexo y humor que te hará reír y soltar una lágrima. La narración es conducida con impecable voz (una de sus mejores interpretaciones vocales en décadas), un ritmo acústico perfecto al que se van uniendo bellos arreglos de guitarra de Morén en un crescendo lento y bello, y con resonancias dylanescas por partida doble: el reciclado de la secuencia de acordes completa de ‘Most of the Time’ es impecable, pero Forster la traslada a un inesperado espacio muy ‘Blood on the Tracks’. Lo hace, eso sí, sin el romanticismo roto, amargo, de aquel disco: aquí solo hay espacio para el asombro, la ternura, y el humor.
El relato se va desgranando: “desayunaron en el tren, la noche anterior no la pueden explicar / (…) después del partido en la barra / él la recordaba del colegio (…) hablaron toda la noche / el hotel, fue idea de ella”. Para disfrutar del tierno y divertido final tendrás que escuchar la canción.
Intercaladas entre todo esto se reparten canciones como ‘Good To Cry’, o ‘All Of The Time’, que funcionan como eficientes album tracks, con menos peso melódico pero aportando atractivos grooves y ritmos uptempo que Peter Morén engrandece con arreglos de guitarra impresionantes: hacía tiempo que Foster no contaba con una aliado a la segunda guitarra tan inspirado y eficiente.
Ya en los compases finales, la aparición de ‘Such a Shame’ causa impacto: melodía redonda tocada con un piano imposiblemente precioso a cargo de Anna Åhman, sobre el que Foster expone las reflexiones y confesiones de un músico de pop que no es realmente él, pero que seguro que contiene trazas de su experiencia: “Mi agente solía decirme “cabreas a la gente / ¿por qué no eres como todo el mundo y tocas los Hits?” (…) / y estoy trabajando en un sentimiento que puedo sentir en mi pecho / la sensación de que nadie ha visto todavía lo mejor de mí, no”. Lo completa un precioso solo de su hijo Louis Forster.
Si algo se puede reprochar levemente a este gran disco es su controvertido final. No es que el experimento de ‘Diamonds’ sea completamente fallido: se agradece ver a un Foster saliéndose de su zona de confort, y a pesar de las pegas que se puedan poner a su experimentación sonora (con saxo expresionista y un ritmo un poco Rage Against the Machine en el estribillo) lo que termina por no funcionar es la composición en sí. Una pega mínima en un disco que contiene algunos de los más brillantes diamantes de la última década de Robert Forster.