A la mierda con esta mierda: ¿es hora de cancelar la cultura de la cancelación?

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A la mierda con esta mierda: ¿es hora de cancelar la cultura de la cancelación?

Amaia Romero y Donald Trump tienen algo en común. Sí, esto es un cebo, pero antes de que saquéis las antorchas os prometo que tendrá sentido más tarde, y que precisamente de antorchas va la cosa. Antorchas como las del vídeo de ‘Burn the Witch’ de Radiohead, que curiosamente lanzaron después de borrar toda su actividad en redes sociales, lo cual hizo pensar a muchos que la canción trataba de los linchamientos digitales, especialmente en Twitter y especialmente lo que llamamos “cultura de la cancelación”. ¿Y qué es eso? Pues es un poco ese “a la mierda con esta mierda” de Los Punsetes, sacar las antorchas en redes sociales y tratar de paria a la persona famosa en cuestión, por unas declaraciones que ha hecho, o un comportamiento concreto de hace años que de repente sale a la luz. Aunque originalmente se diferencia entre “cancelation culture”, que va más sobre no consumir sus productos, como el debate que hay estos días en torno a Michael Jackson (no, este no es otro artículo del autor de ‘Thriller’, aunque sí recomiendo este interesante enfoque de Amanda Marcotte en Salon sobre cómo ella prefiere una “cultura de la justicia”); y “call out culture” (que encaja más con lo que acabamos de describir), lo cierto es que en nuestro país ambos términos se usan indistintamente, así que en este artículo vamos a hacer lo mismo en pos de la comprensión.

Los análisis de esta forma de ¿opinar/reaccionar? rezuman a veces un desprecio hacia unas generaciones concretas (millennial/Z) y, aunque tienen aspectos interesantes, el enfoque “old man yells at cloud” de artículos como estos de Conor Friedersdorf en The Atlantic dan bastante pereza. Sobre todo porque, empezase o no en una generación concreta, la cultura de la cancelación engloba ya a gran parte de la sociedad, y está en todas las generaciones (¿cuántos José Luis de cincuenta años llaman de todo a Anabel Alonso desde que osa pronunciarse sobre política, por poner un ejemplo sencillo?). Tampoco es exclusivo de la izquierda ni un comportamiento “de progres”, como se empeñan en decirnos, y de hecho muchos de los llamados “ofendiditos” que han ocasionado al “cancelado” problemas realmente graves no se correspondían con ese espectro ideológico: más o menos recientes tenemos los casos de Miren Gaztañaga, Dani Mateo, Guillermo Zapata, Fernando Trueba o Guillermo Toledo. En cualquier caso, que muchos de estos análisis tengan este sesgo no hace menos cierto el problema que intentan señalar: la velocidad a la que va todo en la actualidad implica juzgar y lapidar a celebridades con la misma velocidad, dándose casos cada vez más injustos, como el sufrido hace poco por Terry Crews, quien para algunos pasó de ser un osito de peluche a un demonio en cuestión de horas.

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En el caso de Crews, mucha gente se asombraba por que alguien tan concienciado y deconstruido como él pudiese hacer esos comentarios. Y ésa quizás sea una de las raíces del problema: nadie es un demonio a todas horas, pero tampoco nadie es un osito de peluche a todas horas. La idealización que hacemos de las celebridades, convirtiéndolas, como decía hace unos meses a cuenta del caso de Marina, en objetos más que en personas, es totalmente contraproducente. Esperamos tanto de ellos que no les dejamos ser humanos: idealizar es una forma de deshumanizar, como venía a decir Chidera Eggerue en una reciente entrevista a Vogue: “deshumanizas a tus ídolos en tanto que les robas la posibilidad de equivocarse, de cometer errores”. Esto hace que la mayoría de famosos vayan con pies de plomo a la hora de comunicar sus ideas, y nosotros no somos tontos: la gente es consciente de ello, y precisamente el suponer que el famoso de turno es casi una simulación siempre sonriente de ‘The Stepford Wives’ les hace reaccionar con más crueldad. Así, un comentario desafortunado no es solo un comentario: es la prueba de que se ha roto esa simulación, de que ese es su verdadero yo y de que el resto de palabras que salen por su boca son falsas. Y pocas cosas nos revientan más que un hipócrita.

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En cambio, gente como Trump, Bolsonaro o Abascal atraen no solo por el erróneo concepto de lo políticamente incorrecto (si el sistema está cargado de homofobia y tú estás siendo homófobo, estás haciéndole el juego al sistema, así que de antisistema y “políticamente incorrecto”, poquito), sino por lo mismo que nos encanta de Amaia: su transparencia. Soltando burradas constantemente dan la ilusión -solo la ilusión, pero esa ilusión es muy eficaz, como bien sabe Steve Bannon- de ser transparentes, auténticos, y estamos acostumbrados a que nuestros famosos no lo sean (quizás confundamos conceptos, porque no me parece que Mitski, por ejemplo, sea menos auténtica que Amaia, tan solo son muy distintas). Pero la política es un reflejo de nuestra sociedad: no parece casualidad que el reinado de este tipo de personajes en política coincida con la época de los linchamientos diarios online, porque a cualquiera de ellos tres podríamos verlos perfectamente, antorcha en mano, liderando uno de esos linchamientos. La delgada línea entre guerreros de la justicia social y antorchas se ve clara en situaciones tan surrealistas como la que se dio hace unos años con Irene Villa (insultada por no ofenderse por los mismos que la defendían (!!!)) o la descrita de forma brillante por la mencionada Mitski.

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En conclusión, personalmente veo un error “cancelar” a gente por comentarios o comportamientos concretos, porque en sí es un error pensar que lo poco que vemos de alguien en redes sociales refleje su personalidad y su evolución, como comentaba Stephanie Smith-Strickland en Paper Magazine. Y no sé a vosotros, pero a mí el hecho de “cancelar” me recuerda al funcionamiento mental de los niños, cuando, tras una rabieta, son capaces de chillarle a su madre “¡te odio!” cuando dos minutos antes le estaban diciendo “mamá te quiero mucho”; cada vez que veo un “exposed”, un #FulanitoIsOverParty o, en definitiva, un “Fulanito está cancelado”, pienso que el modo de actuar no está demasiado lejos de ese niño de cinco años, por mucho que la “rabieta” pueda tener una causa noble detrás. Quizás se trate más de contextualizar el acto / la declaración en cuestión, de aplicar matices, y entender que, como nosotros y las personas de nuestro alrededor, esas personas cometen errores, y que, como hacemos con esas personas de nuestro alrededor, la solución puede pasar por poner las cosas en una balanza. En cualquier caso, un enfoque más efectivo (y ciertamente más empático), y del que cada vez se habla más, es que sea la gente cercana a esa persona la que, en privado, le haga ver su error; es decir, lo opuesto al “call out” sería el “call in”.

Porque, si lo pensamos fríamente, ¿nuestra buena intención en busca de justicia nos está cegando, haciendo que funcionemos como una masa enfurecida 24/7? Y, en muchos casos, ¿hay realmente buena intención o es solo morbo? “Una vez que adoptas esa mentalidad binaria, lo despersonalizas todo. Reduces seres humanos complejos a una simpleza del Bien contra el Mal. Eliminas el sentido de la proporcionalidad. De repente no hay distinción entre R. Kelly y el emoji con mala leche de una niña de instituto.” comenta David Brooks en este artículo de NY Times, de los más recomendables y claros sobre el tema. En él, el columnista pide empatía y contexto en vez de furia ciega, y deja entrever otra cosa: por supuesto que muchos SJW tienen buena intención, pero el porcentaje de bullies que usan la “justicia social” como excusa para su sadismo es también altísimo. Seguro que conocéis algún ejemplo entre vuestros círculos. “I put the world to rights / and when I’m a big boy I’m gonna write for Vice”, que decía Lily, “U-R-L B-A-D M-A-N with no empathy”.

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