Quizá arrastrados por la emoción –no necesariamente de alegría–, alguno (y yo el que más) quiso ver en ‘Skeleton Tree’ un álbum de duelo de Nick Cave por la muerte de su hijo adolescente Arthur, cuando aquellas letras estaban escritas –de forma terriblemente profética, eso sí– antes de la tragedia. Había en él dolor y hasta rabia –musicalmente era uno de sus discos más hoscos–, pero sus letras no hablaban de Arthur ni de su muerte todavía. En cambio, todos los textos de su sorpresivo nuevo álbum ‘Ghosteen’ –un fantasma adolescente que, esta vez sí, no alude a otro que al chico–, fueron escritos por Cave a partir de 2017 en su casa familiar de Brighton –normalmente lo hacía en una oficina alquilada a la que acudía diariamente de manera rigurosa–. Y, ahora sí, expía en ellos la profunda pena de su pérdida, a la vez que celebra su recuerdo.
Y es que ‘Ghosteen’ es un disco que respira una brutal ternura tanto en lo musical como en lo lírico, especialmente en el primero de los dos discos que lo conforman. Aunque “las canciones hijas”, como él mismo las define, están en sintonía con la propuesta artística que Cave y los Bad Seeds han expuesto en esta década –cierra una trilogía iniciada en 2013 con ‘Push The Sky Away’– recogen un carácter amable, casi dulce, que por momentos remite a la solemnidad de ‘The Boatman’s Call’… aunque solo sea por el profuso empleo del piano que aplican tanto el propio Nick como su más fiel escudero de un tiempo a esta parte, Warren Ellis.
Así, enarbolando un sonido ensoñador en el que viejos sintetizadores –que conectan tanto con Isao Tomita como con la obra musical de David Lynch– y coros que se aproximan al gospel –sin los virtuosismos atávicos del género, pero con su espiritualidad– parecen abrir un portal al lugar –su portada parece ser una imagen idílica de aquel– donde pueda morar su espíritu. Y a través de él Nick parece dirigir a su pequeño versos de amor que, aunque no esconden la pena, están envueltos en una imaginería fantástica algo cándida y naif, con reyes (aunque sean del rock ’n roll) y sus reinas, caballos con las crines en llamas, luciérnagas, galeones que zarpan en busca de tesoros “que el dinero no puede comprar”. “He descubierto”, explicaba Cave hace un año en una de esas misivas que intercambia con sus fans, “una manera de escribir superando el trauma, con autenticidad, que afronta cualquier tipo de asunto sin dar la espalda a la cuestión de la muerte de mi niño. Encontré que, con práctica, la imaginación podía impulsarse más allá de lo personal hacia un estado de asombro”.
Algo de todo eso, aderezado con imágenes bíblicas, hay en canciones como ‘Spinning Song’, ‘Bright Horses’, ‘Galleon Ship’, ‘Night Raid’ y, en general, en toda esa primera parte que respira cierta dulzura en la voz recuperada de Cave –recordemos que ‘Skeleton Tree’ era prácticamente un spoken-word porque, sencillamente, no podía cantar– que incluso se lanza varias veces a entonar en falsete. Incluso aunque la muerte sobrevuele de manera permanente porque, en cierto modo, en todas ellas hay una visión de la parca algo idealizada, como un estado temporal, con la esperanza del reencuentro que proponen algunas religiones (en la preciosísima ‘Waiting for You’). Incluso en la propia ‘Ghosteen Speaks’, se aventura a otorgar un emotivo discurso figurado de Arthur en el que busca transmitir paz a los que le querían: “estoy en vosotros / estáis en mí / estoy tras vosotros, estad tras de mí / creo que cantan para ser libres”, dice mientras uno de esos fantasmales coros –interpretado por los propios Bad Seeds– emulan a eso, un fantasma.
Sin embargo y a pesar de todo, esa paz no es difícil de alcanzar, como dejan claro los textos del segundo volumen –las “canciones-padres”– que, en contraste con la fantasía de su primera parte, muestran una realidad más cruda… aunque recoge muchas de las figuras empleadas en sus ocho “retoños”. Quizá no lo hace tanto la propia ‘Ghosteen’, tema principal del álbum, que tras una larga intro orquestal, se esmera por mostrarse como una canción de amor hacia su hijo —“Este mundo es precioso / contenido en sus estrellas / Lo guardo en mi corazón / Las estrellas son tus ojos / Las amé desde el primer momento / Un mundo tan bello / y lo guardo en mi corazón”–. Pero, tras el exultante puente en el que el “fantasma adolescente baila en manos de su padre”, procede a la despedida, al adiós al pequeño de la “familia oso” que se “marcha a la luna”. Puede sonar exageradamente naif, pero ¿quién tiene un corazón tan negro como para afear unos versos que pretenden expiar una pérdida tan devastadora?
Más terrenal y terrible es el final del disco “adulto”. Si ‘Fireflies’, un solemne poema musicado que contiene ideas que ha mostrado en la primera parte ‘Night Raid’, muestra cierta crudeza al retratar la asunción de la muerte y la zozobra emocional de los que quedan aquí (resulta bonita y triste la idea de que una persona fallecida es como una estrella: lo que vemos en el cielo, dada su lejanía, es apenas un recuerdo de aquella), ‘Hollywood’ trae de vuelta al Cave de ‘Skeleton Tree’ a lomos del musculoso y obsesivo bajo de Martyn Casey. Y este, a través de un expiatorio viaje nocturno en coche hacia Malibu –donde se grabó parte del disco– nos cuenta la inevitable brecha que la pérdida abre en la pareja, antes de cambiar el tono –también el vocal– y emplear una leyenda budista para hacernos (y hacerse) ver que “todo el mundo pierde a alguien”, y que la paz llegará. Él y su familia siguen en espera.
Aunque más amable que ‘Skeleton Tree’, ‘Ghosteen’ es un disco arduo, casi tanto por su vasto contenido –casi 70 minutos– como por una construcción musical que, pese a contar con momentos vagamente melódicos y hasta cantables, requiere de ser atendida con el mismo cariño y cuidado por los detalles que, a todas luces, han empleado Nick Cave y sus Bad Seeds para crearla. No es un disco para escuchar a la ligera, por toda la espiritualidad y trascendencia vital que contiene. Porque, de hecho, es una certeza que en algún momento de nuestras vidas podrá servirnos de asidero y consuelo.