La irrupción de Sofia Coppola en el Hollywood de principios de siglo fue como la de Tarantino una década antes: un soplo de aire fresco. Sus películas sobre mujeres atrapadas en jaulas de oro claustrofóbicas y destructivas –una casa de un barrio residencial, un hotel de Tokio, el palacio de Versalles, una habitación en el Chateau Marmont de Los Angeles- sirvieron para abrir las puertas y ventanas de una industria en la que dirigir era cosa de hombres (para la cuestión del nepotismo habría que esperar a la hija de una enfermera como Greta Gerwig).
En tan solo una década, la hijísima de Francis Ford, la niña pija cuqui e intensita de Hollywood, se sacudió los prejuicios clasistas y machistas, y, sin renunciar a un discurso feminista y una estética ultrafemenina, se convirtió en una de las cineastas más estimulantes del cine mundial, refrendado por oscars, palmas en Cannes y leones en Venecia. Aparte, realizaba anuncios para Dior y videoclips para Phoenix, la banda de su marido Thomas Mars.
Sin embargo, aunque su nombre sigue generando interés en festivales y medios de comunicación, da la impresión que es más por inercia que por interés real en sus últimas películas. La cuesta abajo iniciada con ‘The Bling Ring’ (2013) y seguida por ‘La seducción’ (2017) y ‘On the Rocks’ (2020), ha llegado a un punto en ‘Priscilla’ que no te puedes creer. De no ser por el estupendo trabajo de la prometedora Cailee Spaeny (deseando verla en ‘Alien: Romulus’), quien brilla más aun por estar al lado de un Jacob Elordi nefasto como Elvis, estaríamos hablando de uno de los biopics más planos e insustanciales del cine reciente.
Aunque, según la directora, el proyecto es anterior (está producido por la propia Priscilla y basado en sus memorias ‘Elvis y yo’), es inevitable compararla con la reciente ‘Elvis’ (2022), de la que ‘Priscilla’ parece su respuesta. Pues bien, con todas las pegas que se le pueda poner a la película de Baz Luhrmann, en un solo plano de ella hay más ideas, personalidad y creatividad que en todo el filme de Coppola.
El retrato que hace Sofia de Priscilla Presley, de quien fue pariente (su primo, Nicolas Cage, estuvo casado con la hija de Priscilla, Lisa Marie), recuerda al de sus anteriores antiheroínas: una mujer atrapada en otra jaula con barrotes de oro, Graceland. Pero la forma de plasmar ese sufrimiento, ese secuestro de la inocencia (tenía 14 años cuando conoció al cantante, diez años mayor), esa decepción amorosa, esa apatía existencial, ese maltrato físico y psicológico, ese lado oscuro del mito de Elvis… apenas recuerda al de sus anteriores películas.
La directora echa mano de una metáfora visual más trillada que usar la expresión “espectáculo dantesco”: una iluminación sombría como forma de reflejar las sombras siniestras de una relación, la tristeza de una vida, la ilusión que se apaga. Y ya está. Por medio de esa única opción estética, Coppola nos cuenta un insulso melodrama conyugal que carece de la fuerza narrativa, intensidad emocional e inventiva audiovisual que caracterizaban a sus cada vez más lejanas obras maestras.