Halsey puede ser la artista millennial por excelencia: divorciada de toda definición y encasillamiento, su obra se compone por un lado de un repertorio de singles y hits completamente random y, por otro, de una discografía de álbumes cohesivos y cuidados, siempre conceptuales, que no tienen mucho o nada que ver con la Halsey que lo peta en streaming y radio.
La ambición de Halsey no siempre ha estado a la altura del resultado artístico, aunque últimamente sí lo ha estado. En ‘The Great Impersonator’ se adelanta a toda crítica que la señale por su falta de originalidad proclamándose la “gran impostora” y se dedica a imitar de manera deliberada a diferentes artistas. La promoción ha incluido una fantástica sesión de fotos en la que Halsey ha encarnado a 18 ídolos que han inspirado el largo, a uno por canción (uno de esos ídolos es ella misma).
Como dice el dicho, las comparaciones son odiosas, pero Halsey lo sabe. Y, aunque ‘The Great Impersonator’ podría haber sido una obra maestra del síndrome del impostor, porque de esto va el álbum, termina siendo otro trabajo que no llega a la altura de su ambición. Pero ‘The Great Impersonator’ sí es fascinante por su megalomanía y por su componente estéticamente pop y kitsch, por la manera en que se atreve a llevar al extremo su concepto.
Irónicamente, ‘The Great Impersonator’ es también un trabajo tremendamente crudo, personal y autobiográfico de Halsey. Diagnosticada de lupus y leucemia, además durante sus primeros años de maternidad, como si no tuviera suficiente con su síndrome bipolar, Halsey es forzada a pensar en su propia muerte demasiado pronto. En ‘The Great Impersonator’, Ashley ve su vida pasar, piensa en su legado, se pregunta si su hijo la verá envejecer, reflexiona sobre su fama y sobre sus tóxicos vínculos familiares y románticos. En su aproximación intencional, central, al arte de la imitación, también entrega una especie de carta de amor a la música, a los artistas que la han inspirado. Y, como buena millennial, pone en un mismo a altar a David Bowie, Britney Spears, Joni Mitchell y Evanescence. Como debe ser.
Pero, al final, que las canciones de ‘The Great Impersonator’ suenen exactamente a sus influencias -o no- termina siendo lo de menos: lo interesante del álbum es comprobar qué hace Halsey con estas influencias, de qué manera las lleva a su terreno y a su visión de la vida mientras exhibe sin vergüenza -y porque no le queda otra- una identidad musical incoherente y fragmentada, mientras es capaz de tomarse a sí misma demasiado en serio y, a la vez, de no tomarse en serio en absoluto. Porque las imitaciones de ‘The Great Impersonator’ también se pueden considerar una manera buscada de Halsey de humillarse a sí misma. Y ahí está la gracia, a su vez.
Su propia inseguridad como artista queda patente en las dos canciones rockeras del álbum, además, dos de las mejores: la noventera ‘Ego’ y la dramática y lúgubre ‘Lonely is the Muse’. Por un lado, Ashely presume de Discos de Diamante; por otro, no se siente más que un producto musical desechable. La artista que ha firmado lo mismo hits EDM que un álbum producido por Nine Inch Nails sigue sin encontrar su sitio. En la ufana pista titular, que suena más a Kate Bush que a Björk, aunque se inspire abiertamente en la segunda, se pregunta si su legado perdurará o si caerá en el olvido.
El peor pecado que comete ‘The Great Impersonator’ es aburrir ofreciendo un puñado de composiciones endebles que no son nada especial, como ‘Hurt Feelings’ o el esqueleto trip-hop de ‘Arsonist’. La pista inicial, ‘Only Living Girl in LA’, es un interminable paseo de seis minutos a través de la atormentada mente de Ashley Nicolette Frangipane: podría ser fascinante, pero es un turrón. Es asombrosa la desconexión entre la envergadura de la ambición de Halsey, que en las notas promocionales compara ‘The Great Impersonator’ con ‘Blonde
’ (2016) de Frank Ocean por compartir músicos de sesión que no habían trabajado juntos desde aquel disco, con el decepcionante resultado de experimentos country como ‘Hometown’, que, si se parece a algo que podría haber escrito Dolly Parton, es a un descarte. ‘Panic Attack’, por fortuna, toma prestado el sonido de Fleetwood Mac y lo convierte en un entrañable retrato de la manera de Halsey de entender el amor: o todo o nada. No es ‘Dreams’, pero está bien.Y, aún así, en su rechazo deliberado de la originalidad, Halsey brilla en ‘The Great Impersonator’ sobre todo en las composiciones más personales. Sobre todo, a partir de la hermosa ‘I Believe in Magic’, que habla de la maternidad en el contexto de una muerte que acecha, el álbum se transforma en un viaje mucho más profundo -y enriquecedor- de lo esperado.
Es sobre todo gracias a las letras de Halsey pero también a la buena asimilación de sus influencias. En ‘Darwinism’, una frase como “nací sola, y no es descabellado que muera sola, también” se clava como puñal. ‘Lucky’, de hecho, parte de un concepto muy original: Halsey utiliza el éxito de Spears y lo interpreta a través de su perspectiva como pop star convertida en paciente oncológica, transformándola en una especie de balada lo-fi que resalta la imperfección de la grabación musical, en contraste con el lustre de aquel éxito del año 2000 que tanto se ha resignificado en los últimos tiempos.
La imperfección de ‘The Great Impersonator’, irónicamente, puede sonar muy poco espontánea. Para Halsey, ser alternativa también es un disfraz. A lo largo del álbum se oyen voces de músicos de sesión, colándose en la mezcla como si no se dieran cuenta, y las canciones presumen una producción maquetera, deliberadamente descuidada, que contrasta con la verdadera popularidad de Halsey, una artista que suma 44 millones de oyentes en Spotify. De la misma manera que no se puede fabricar un disco de culto, tampoco se puede crear un trabajo «auténtico» persiguiendo esa misma autenticidad. Así, Halsey no termina de desprenderse de ese halo de artista pretenciosa que arrastra desde sus inicios. Y ella es la primera enterada.
Es por eso que el álbum funciona menos cuando Halsey cae en su típico victimismo adolescente: cuando canta sobre sentirse alienada en ‘Darwinism’, cuando en ‘Lonely is the Muse’ se pinta como artista torturada mientras presume de éxitos comerciales, utiliza un lenguaje y un vocabulario mucho más cercanos a Melanie Martinez que a Fiona Apple, más cercanos a Olivia Rodrigo que, desde luego, Dios nos libre, a Tori Amos.
Y, sin embargo, su interpretación de diferentes versiones de sí misma en tres interludios llamados “Carta a Dios” que han sido separados por fechas; su disposición a la humillación total en ‘Dog Years’, una canción inspirada en PJ Harvey en la que pide ser “disparada” como un «caballo herido» para terminar con su sufrimiento; o, sobre todo, sus reflexiones sobre mortalidad, infancia y apocalipsis en la tierna ‘The End’, terminan de dar madurez, empaque, dimensión y solidez a un álbum que, irónicamente, solo Halsey, y nadie más, podría haber hecho. Y, por cierto, esto SÍ es un disco conceptual.