Cine

‘The Brutalist’ avanza hacia el Oscar con la firmeza del hormigón armado

El año pasado hubo nivelazo en los Oscar, pero cero emoción: el triunfo de ‘Oppenheimer’ estaba cantado. Este año el nivel se mantiene (a falta de ver las tres películas que aún no se han estrenado en España), pero hay algo más de incertidumbre. ‘The Brutalist’ es la favorita, pero no habría sido nada raro que ‘Emilia Perez’ hiciera un doblete a lo ‘Parásitos’ (antes de toda la polémica en torno a Karla Sofía Gascón) o incluso que ‘Anora’ se marcara un ‘Moonlight’.

‘The Brutalist’ es muy oscarizable. En el buen sentido. No como esas películas grandilocuentes, tipo ‘Maestro’ o ‘Lion’, que parecen hechas con la vista puesta en las nominaciones. Es una grandiosa epopeya que, por una parte, recoge la tradición de clásicos como ‘Érase una vez en América’ o ‘El padrino’ y, por otra, sigue el camino de cineastas contemporáneos como el James Gray de ‘El sueño de Ellis’ o el Paul Thomas Anderson de ‘Pozos de ambición’ o ‘The Master’.

De igual manera que a Jacques Audiard no se le veía venir con su extraordinaria ‘Emilia Perez’, Brady Corbet ya había dejado claro con su irregular pero enormemente ambicioso debut, ‘La infancia de un líder’ (con un banda sonora espectacular de Scott Walker), el tipo de director que iba a ser (la rodó con apenas 24 años): un cineasta nada acomodaticio. Un poco como su protagonista en ‘The Brutalist’, alguien capaz de asumir riesgos y luchar por mantener una visión personal, con vistas a ofrecer una experiencia cinematográfica alejada de los convencionalismos estéticos y narrativos imperantes.

Otra cuestión es que la propuesta funcione (que se lo digan a Coppola y su ‘Megalópolis’). Y en el caso de ‘The Brutalist’ lo hace con creces. La película, escrita por el propio Corbet y su pareja, la cineasta noruega Mona Fastvold (ex de Sondre Lerche), es un fascinante relato sobre la experiencia del inmigrante (el protagonista, un fabuloso Adrien Brody, es un arquitecto húngaro de la Bauhaus inspirado en Marcel Breuer), los traumas del Holocausto y el choque entre arte y capital en la Norteamérica de posguerra.

La primera parte de la película (está dividida en dos, con un interludio musical cronometrado de 15 minutos) es de lo mejor que se ha podido ver en mucho tiempo en una pantalla de cine. Desde la deslumbrante secuencia inicial, con la caótica llegada a la isla de Ellis mientras suena la increíble música de Daniel Blumberg (ex de Yuck), la odisea que vive el protagonista hasta que se reencuentra con su mujer es de una fuerza visual, complejidad dramática y fluidez narrativa asombrosas. Uno llega al intermedio deseando aplaudir.

La segunda parte sigue siendo impresionante, pero se ve un poco lastrada por algunos bajones de ritmo y una deriva melodramática del relato punteada por algunos golpes de efecto al filo del tremendismo y la alegoría chusca. Sin embargo, no dejan de ser simples resbalones en la configuración de un conjunto lleno de ambición narrativa y estilística, cuyo visionado tiene la capacidad de dejar un impacto en el espectador tan duradero como la estructura de un edificio brutalista.

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Publicado por
Joric