‘The Act of Killing’: la banalidad del mal

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‘The Act of Killing’: la banalidad del mal

actofkillingLa película de la que todo el mundo habla. No es para menos. Si algo proporciona la visión de ‘The Act of Killing’ son elementos para el debate. Pocas películas tienen tanta capacidad para agitar y perturbar, para suscitar preguntas y generar reflexiones. De toda índole: desde las relacionadas con la memoria histórica, con el genocidio perpetrado en Indonesia tras el golpe de Suharto y la impunidad con la que viven actualmente los genocidas, hasta las que tiene que ver con la propia metodología del documental, sobre los procedimientos, éticos o no, empleados por el director Joshua Oppenheimer para intimar y conseguir los testimonios de los asesinos (¿si filmas una extorsión estás siendo cómplice de ella?).

Pero hay un aspecto de la película que destaca por encima de todos. ‘The Act of Killing’ vuelve a poner en evidencia esa aterradora “banalidad del mal” de la que hablaba Hannah Arendt. Anwar Congo es otro Adolf Eichmann, un anciano simpático y bailarín, capaz de detallar cuál era el método que empleaba para matar a sus víctimas con la misma naturalidad con la que explica a sus nietos cómo tratar con ternura a unos patitos. Acostumbrados a protegernos del horror tras etiquetas y discursos demonizadores, de “ejes del mal” y “monstruos” que secuestran niñas, Oppenheimer nos muestra que esos “monstruos” son más vulgares, humanos y más cercanos a nosotros de lo que nos gustaría creer. Como dice el propio director, «esperaba asesinos y me encontré gente ordinaria a la que puedes querer y por la que te puedes preocupar».

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Además de una valiente e implacable denuncia (gran parte del equipo de rodaje está acreditado como anónimo), un trabajo de alto riesgo (rodado durante nueve años) que ha causado una enorme conmoción en Indonesia, ‘The Act of Killing’ es también una forma de exorcismo, un método psicoterapéutico para hacer aflorar una culpa. La película es un documental que revela una verdad a través de la documentación de un proceso de fabulación. Por medio del clásico tratamiento psicológico del juego de roles, haciendo que los responsables del exterminio participen en las reconstrucciones dramáticas de sus ejecuciones, el director consigue dos objetivos: “filmar” esas ejecuciones a través de ese inconsciente revelado en esa “puesta en situación”, y arrancar un sentimiento de culpabilidad a uno de los genocidas desde lo más hondo de sus entrañas. Si la culpa tiene un sonido, ese es el producido por el cuerpo de Anwar Congo al final de la película.

Pero quizá el aspecto más sorprendente del documental -sobre todo de uno de esta naturaleza- es su indisimulada vertiente lúdica. “Podéis reíros cuando os lo pida el cuerpo”, suele avisar el director en las presentaciones del filme. Y vaya si lo pide. Esa es la gran paradoja y lo que hace grande a esta película: reírte mientras ves a unos asesinos en masa interpretando un imposible número musical, en la selva y con los compases del ‘Nacida libre’ de John Barry, donde una víctima le da las gracias a su verdugo por “matarle y enviarle al cielo”. ¿Post-post humor? 9.

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