Como Ingrid Bergman hizo con Rossellini, Juliette Binoche telefoneó a Bruno Dumont (‘L’humanité’, ‘Twentynine Palms’, ‘Hadewijch’) ofreciéndose para trabajar con él (aun sabiendo que no trabaja con actores profesionales). De su relación no ha surgido el amor, como ocurrió con la estrella de Hollywood y el padre del neorrealismo, pero sí la película más atípica del director francés. ¿Un biopic protagonizado por una estrella del cine galo, con un guión de origen literario (el ‘Diario’ de Paul Claudel) y con ambientación “de época”?
Después de ver ‘Camille Claudel 1915’ las dudas se disipan y los signos de interrogación se vuelven de admiración. La película no ha supuesto ninguna concesión a cierta idea de comercialidad o autocensura artística. El director ha llevado tanto al personaje histórico, la escultora Camille Claudel, como a la propia Binoche a su terreno. Ha aprovechado el talento y la disposición de la actriz para conseguir extraer una de sus más intensas interpretaciones (aparece sin maquillaje, muy vulnerable), y se ha servido de su popularidad para, por ejemplo, estrenar por vez primera en España.
‘Camille Claudel 1915’ empieza donde acaba ‘La pasión de Camille Claudel’ (1988), la película que catapultó a la fama a Isabelle Adjani (nominación al Oscar incluida). El filme describe tres días en la vida de la artista dentro de la institución psiquiátrica donde fue confinada. Tres días llenos de ilusión por la futura visita de su hermano, el escritor Paul Claudel, esperanza por la posibilidad de ser liberada, pero también de tristeza y pesar por lo demorado e injusto de su internamiento.
Con su estilo austero y despojado, Dumont logra trasladar al espectador la sensación de desesperación y soledad de la escultora, el espesor y la monotonía del paso del tiempo dentro del sanatorio/convento. En un arranque de genialidad, el director decidió “encerrar” a Juliette Binoche con enfermos mentales reales. Una decisión que aporta verosimilitud a la historia a la vez que funciona como eficaz metáfora sobre el castigo que recibió Camille Claudel: toda una vida encerrada y rodeada de locos por atreverse a exhibir un “temperamento artístico” que no casaba con su condición femenina.
Lo que sí resulta inesperado y, a la postre, fallido, es el cambio que se produce en el último tercio de la película. De repente el protagonismo lo adquiere el hermano de la artista. El peso dramático de la historia, que hasta ese momento estaba sustentado por las miradas -a su alrededor, a los demás internos, al infinito- de los llorosos ojos de la escultora, recae ahora en el verbo severo de Paul Claudel, en su discurso impregnado de fervoroso catolicismo. Un espesor literario –todas las palabras provienen de textos escritos- que ahoga la película hasta el final, hasta -¿es necesario avisar de SPOILER en una película así?- ese desgarrador plano fijo donde, sobre el rostro resignado, vencido, de la escultora, se superpone la explicación escrita de lo que será su futuro. 7,5.