Historia del reality show en España: ¿dónde llegaremos?

El año 2000 no trajo el fin del mundo como algunos preveían, pero definitivamente sí que resultó ser el fin de una era. Ese año se estrenaba en España Gran Hermano (el jueves 23 de abril se celebró el 15º aniversario del estreno), el programa que marcaría un antes y un después en la historia de la televisión trayendo a las pantallas un concepto totalmente revolucionario que pondría patas arriba el modo de hacer tele en este país. Gran Hermano llegó, vio y venció. Comenzaba la Era de la Telerrealidad.

Ya en 1949 el escritor George Orwell había esbozado el escenario apocalíptico de una vida permanentemente vigilada por un ‘Big Brother’ en su obra maestra ‘1984’. En 1998 la película ‘El Show de Truman’ nos estremecía con un argumento en que el personaje observado se convertía además en el protagonista del programa más visto de la historia, planteamiento que de puro disparatado parecía inquietantemente factible. No pudo ser más premonitorio, porque en su primera temporada Gran Hermano alcanzaba audiencias que constataban la unanimidad en la aceptación del formato por parte de la población española, con índices solo al alcance de otros fenómenos de masas como la irrupción años antes de las telenovelas venezolanas en nuestras parrillas con Cristal (aunque sin llegar a los niveles del todopoderoso fútbol). La primera edición de Gran Hermano, con sus 10 concursantes anónimos, mantuvo al país entero en vilo, consiguiendo ser líder de audiencia indiscutible de principio a fin.

Los productores de Zeppelin TV y los directivos de Telecinco se frotaban las manos. Habían dado con la gallina de los huevos de oro, ya no sólo por el éxito de este programa, sino por la puerta que el mismo abría para otros de formato similar y que, hasta el día de hoy, sigue siendo rentable pese a la oferta de canales infinitamente mayor, en gran parte gracias a ser generadora de contenidos para abastecer el resto de la programación.

No tardaron en aparecer las respuestas de otras cadenas a este fenómeno, como El Bus de Antena 3, copia tan descarada como descafeinada de Gran Hermano, cuyas únicas diferencias eran la rotación de los concursantes y de las ruedas que movían el plató por las carreteras españolas. El país aún estaba aturdido con el puñetazo audiovisual de Gran Hermano y no pudo ni quiso digerir ese sucedáneo. Además, una vez asimilado el impacto de los primeros días, rápidamente empezaron a surgir las voces que señalaban a la telerrealidad como un producto cutre que sólo podía gustar a paletos descerebrados. Con el formato nacía el estigma.

La llegada del talent show

Sólo un año y medio después, otro cataclismo televisivo sacudía las audiencias. El reality puro y duro, que ya empezaba a ser peligrosamente sobreexplotado antes de entender en profundidad las claves de su éxito, marcaba el segundo hito en su historia al incorporar, muy inteligentemente, la competición artística a su fórmula magistral. Nacía así el concepto de talent show, con Operación Triunfo como buque insignia.

Esta mutación conseguía atraer de nuevo a ese público que empezaba a sospechar que algo olía a podrido en esta nueva forma de hacer televisión (el término de nuevo cuño «telebasura» ya se oía con frecuencia). En Operación Triunfo descubríamos que nuestra vecina podía tener una voz portentosa, o que la chica gordita de la pollería era realmente una artista. No había nada de casposo en ver ese programa. Al fin y al cabo esos chicos hacían algo más que retozar en el sofá. Este resurgir triunfal del formato vestido de cazatalentos no sólo le insuflaba vida nueva, sino que era capaz de escindirlo en dos sólidas ramas tan diferenciadas como primas hermanas que han coexistido y evolucionado hasta el día de hoy: reality show y talent show.

Las bases estaban sentadas y las sendas trazadas, pero en ambas había mucho camino por hacer porque el público, ávido de novedades, era tan agradecido como infiel. Todas las cadenas empezaban a lanzar sus contraofensivas y la audiencia se iría con la que ofreciese algo nuevo. La clave era tan sencilla como difícil: eran necesarias más vueltas de tuerca.

Gran Hermano, el gran padre atemporal e inmutable en su esencia, se reinventaba edición tras edición buscando cástings cada vez más pintorescos, incorporando concursantes de toda raza, clase social, nivel cultural, orientación sexual, condición física, profesión, etc., buscando así la identificación con los concursantes de todos los estratos de la sociedad española, tocando a la puerta de cada nicho de población y aprovechando de paso para potenciar el enfrentamiento con concursantes cada vez más polémicos y polarizados.

El talent show, la hermana culta y guapa de la familia, por su parte explotaba sus infinitas posibilidades, unas con más tino que otras. Fama: ¡A Bailar! triunfaba con sus jóvenes bailarines mientras que Estudio de Actores fracasaba con sus aspirantes a estrella de la interpretación. Supermodelo hacía soñar a un puñado de adolescentes con la posibilidad de desfilar en las pasarelas de los diseñadores más prestigiosos, mientras que Masterchef abría la puerta de las cocinas profesionales a unos ilusionados cocineros amateur. Por otro lado, Tú Sí Que Vales o Tienes Talento ejercían de cajón de sastre donde cualquier habilidad, artística o no, tenía cabida si divertía a las masas. Todo ello siempre en paralelo a la explotación de la veta principal: los incontables programas enfocados a las dotes vocales, que parecían no agotarse pese a lo sobado del formato. Para esquivar el aburrimiento, se reinventaban continuamente mediante la introducción de pequeñas variaciones, normalmente dirigidas al jurado o al modo de evaluar el talento de los concursantes, como en Factor X

o La Voz, más que a la tipología de concursantes en sí, como en Popstars (sólo chicas) o Pequeños Gigantes (sólo niños).

La reinvención del reality

Por otro lado, los herederos del formato se multiplicaban como setas buscando el más difícil todavía, si bien favoreciendo siempre las situaciones extremas y buscando crear el caldo de cultivo perfecto que hiciese prender la mecha y hacer estallar la bomba de un conflicto que rascase los codiciados puntos de share en un mercado de oferta creciente y cada vez más competitivo. Supervivientes planteaba el interesante punto de vista de sobrevivir en una isla con pocos recursos como un náufrago, aunque en realidad mataba de hambre a los concursantes para que se peleasen entre ellos por un trozo de pescado. La Casa de Tu Vida les hacía trabajar construyendo su futuro hogar conyugal, mientras dinamitaba las parejas desde dentro provocando fricciones y celos, cosa que hacía de una manera mucho más descarada la reivindicada Confianza Ciega. Pekín Express, por su parte, vendía una aventura de superación en equipo, pero también agotaba a unas parejas concursantes que terminaban discutiendo entre ellas y les daba armas para perjudicar a sus competidores y dificultar su convivencia pacífica.

Estaba claro que España demandaba morbo. Ya no bastaba con esa satisfacción blanca de identificarse con los concursantes humildes y gastarse el dinero en votarles, para elevarlos a los altares y sentirse cómplice de ese triunfo compartiéndolo con ellos. En una época de crisis donde todos las pasábamos canutas y la gente se daba de bofetones en cástings infinitos por salir en la tele para ganarse una silla como comentarista de otros realities y poder vivir del cuento, los que seguíamos teniendo que trabajar para vivir empezábamos a cambiar de opinión y a desarrollar un deseo de desidentificarnos con ellos. No queríamos sentirnos igual que ellos, sino superiores; poder mirarlos por encima del hombro; despreciarlos en nuestra red social favorita. Si querían fama, iban a tener que pagarla. Y su imagen era el precio.

Esa vis sádica y vengativa florecida en la sociedad tuvo su rápida respuesta por parte de las productoras. Mientras que los talent shows introducían miembros del jurado agresivos e insultantes como Risto Mejide, o valoraciones denigrantes (véase la opinión de Jordi Cruz sobre el León Come Gamba) que buscaban convertir el plató-academia en un circo romano donde se descuartizase a los concursantes-gladiadores entre los vítores de un público ávido de humillaciones públicas, los realities clásicos optaban por mostrar al espectador la facción más chabacana de la sociedad, con un cásting de concursantes marginales, dándole a la gente la posibilidad de reírse de ellos sin remordimientos y haciendo así más agradable su vida. Curso del 63, Generación Ni-Ni, Gandía Shore… Todos ellos cumplían su función de chivo expiatorio, culpando a sus concursantes ninis y sin valores del devenir errático del país. Las Joyas de la Corona incluso nos proporcionaba el placer extra de sentirnos pigmalión, de ser magnánimos redentores y ayudar a la generación perdida a ser mejores personas, casi tan buenos como nosotros mismos.

En esta misma línea de evolución, gran parte de los formatos existentes empezaron a adaptarse sustituyendo los concursantes anónimos por famosos, por lo general de perfil casposo (Hotel Glam, El Castillo de las Mentes Prodigiosas), para terapéuticamente redirigir nuestras ansias de crítica iracunda contra la casta televisiva. Por fin podríamos ver sufrir, humillar e incluso putear a aquellos personajes que no merecían tener una vida tan fácil sin dar un palo al agua. Era mucho más satisfactorio ver pasar hambre en una isla a Kiko Rivera o a Aída Nízar que a un concursante random o ver el miedo en los ojos y los moratones en la espalda de un Sandro Rey o a una Raquel Mosquera practicando para tirarse al agua desde un trampolín. Aunque no siempre, nos gustaba más Belén Esteban bailando como un pato mareado que un anónimo moviéndose como los ángeles. Y en este punto nos encontramos hoy.

El futuro de la telerrealidad

Con estos antecedentes, ¿qué cabe esperar de este formato? ¿Hacia dónde evolucionará? La respuesta es sencilla, pero a la vez terriblemente volátil: está claro que los realities se adaptarán a los tiempos y a lo que la audiencia quiera. El problema es que la audiencia siempre querrá algo distinto. Por un lado es evidente que nos gusta ver a la gente pasarlas putas (y no solo a los españoles; no en vano existe en un término alemán (Schadenfreude) que define exactamente ese regocijo que sentimos por las desgracias ajenas. Pero por otro lado también es esperable que incluso de eso nos acabemos cansando. O no que nos cansemos, sino que el más difícil todavía alcance un punto que empiece a chocar con el límite de la ética o, si no lo ha hecho ya, incluso se encuentre con el de la legalidad. Hemos visto a parejas casándose sin conocerse (Casados a Primera Vista) e incluso a gente someterse a cirujías masivas para ser más guapa (Cambio Radical) pero no veremos a los concursantes siendo ejecutados en directo por mucho que a alguno le pueda apetecer.

Posiblemente por eso desde hace unos años triunfan tanto los formatos que la cadena Cuatro ha popularizado con programas como Granjero Busca Esposa, ¿Quién Quiere Casarse Con Mi Hijo? o Un Príncipe Para X. Cierto sector del público empieza a preferir una telerrealidad guionizada y supereditada a la aburrida o previsible del raw footage. Algunos ya no quieren ver la realidad tal cual, sino una versión híper alterada que la haga más divertida, más interesante y más sorprendente, aunque sea flagrantemente falsa.

¿Quiere esto decir que el formato clásico está agotado? Desde luego que no, y los datos de audiencia de la última edición de Gran Hermano España, el más longevo de entre todas sus homólogas en el mundo, lo respalda. Para gustos, colores.

Por todos estos factores coincidentes y contrapuestos es imposible, o al menos imprudente, hacer una predicción fundada del futuro de los realities en España más allá de presuponer que en el corto plazo se importarán los formatos más desquiciados que triunfan en otras partes del mundo, por surrealistas que nos puedan parecer (mascotas muertas clonadas por sus nostálgicos dueños, pastores de distintas confesiones intentando convertir a ateos acreditados, pacientes desesperados compitiendo por un transplante de órganos, etc), de la misma manera que no podemos saber con certeza qué ropa nos gustará ponernos dentro de cinco años o qué música escucharemos. Lo único claro es que la telerrealidad nos mostrará en cada momento el escenario que la sociedad real esté viviendo (o desee vivir) en cada momento. Y así será por muchos años, porque con la contundencia de 15 años de aval, no cabe duda de que los realities han venido para quedarse.

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