‘120 pulsaciones por minuto’: los héroes de ACT UP en la lucha contra el sida en los 90

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‘120 pulsaciones por minuto’: los héroes de ACT UP en la lucha contra el sida en los 90

El francés de origen marroquí Robin Campillo ganó el Gran Premio del Jurado -presidido por Pedro Almodóvar- en la pasada edición del Festival de Cannes gracias a este retrato del activismo LGTB, que pone su foco principal en ACT UP París en los años 90. ACT UP (“AIDS Coalition to Unleash Power”, que podría traducirse como “Coalición contra el sida para desatar el poder”) es un grupo que tenía como objetivo promover la investigación científica contra el sida y lograr legislaciones favorables para los enfermos. Fue fundado en Nueva York en 1987 por el escritor, dramaturgo y activista Larry Kramer, quien luchó porque las grandes corporaciones hicieran algo al respecto para frenar la pandemia que hubo a finales de los años 80 y dar los cuidados necesarios a los enfermos. La organización se extendió a varias ciudades y a distintos países, como a la capital francesa en 1989, que es donde se desarrolla la cinta.

Campillo presenta a un grupo de militantes que protestaban activamente en eventos políticos, en laboratorios de empresas farmacéuticas o repartían condones y folletos de educación sexual en los institutos para dar visibilidad a los enfermos y para educar a una sociedad completamente ignorante de que el sida no solamente afectaba a los sectores más marginales y oprimidos, sino que era algo que le podía llegar a todo el mundo si no se prevenía. El desprecio o el rechazo que podía causar que en los 90 un colectivo de personas LGTB enfermas trataran de rebelarse contra el sistema y hacerse visibles, está plasmado en la película con pequeñas pinceladas. Pero ‘120 pulsaciones por minuto’ no trata sobre ese rechazo, sino sobre la voluntad de seguir adelante. El filme es un homenaje a todos aquellos que lucharon por que no se perdieran más vidas, por que se regulara un sistema de cuidados a los afectados, y por concienciar sobre el sexo con protección, entre otras cosas. Una labor de auténtica filantropía, ya que estaban trágicamente destinados a una muerte casi segura, y aun así, siguieron luchando sin dejar que nunca se apagaran sus voces. El trabajo de estos activistas es de una heroicidad inmensa, y Campillo regala un emocionante y sentido testimonio fílmico de agradecimiento y de amor a todos ellos.

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La propuesta narrativa de la película ya nos da pistas de lo que supone ser miembro de un grupo de acción directa como ACT UP. Durante los primeros minutos, se reincide en una idea colectiva, no hay un claro protagonista, sino que se reflejan las acciones de todos, las reuniones de debates en las que se decide cómo actuar en la siguiente ocasión o los lemas que llevarán para el Orgullo o para la manifestación del Día Internacional del Sida. Esa representación general de cómo funciona la organización sirve como una perfecta introducción para pasar a lo particular, a la relación entre Nathan y Sean, el primero seronegativo, y el segundo, afectado por la enfermedad. Es en esta historia de amor donde, inteligentemente, el director construye de manera meticulosa a dos personajes que tienen que lidiar con el sida, cada uno a niveles muy distintos, y refleja que por mucho que pertenezcan a un colectivo, cada persona esta sola en su lucha. Nahuel Pérez Biscayart, que interpreta a Sean, ofrece un auténtico recital emocional, y su química con su pareja en pantalla, Arnaud Valois, es absoluta. En palabras del propio Campillo, Biscayart es un actor barroco, y Valois tiene una forma de interpretar más sencilla, y es en ese buscado contraste donde probablemente se encuentre el secreto de su afinidad.

Es interesante el uso que se le da al montaje y a la música durante todo el metraje, ya que parte de una línea narrativa presente y se alterna con flashbacks a menudo introducidos por las excelentes melodías electrónicas de Arnaud Rebotini. Especialmente memorable es, precisamente, en el mencionado paso de la película a lo individual, cuando se encadena una secuencia en una discoteca con una escena de cama. De esta forma, y gracias también a unos estupendos diálogos rebosantes de verdad -el guion está coescrito por Philippe Mangeot y por el propio Campillo, reconocible guionista de ‘La clase’, de Laurent Cantet- el filme mantiene un ritmo admirable, que mide perfectamente el tempo necesario para cada secuencia.

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Hay algo muy valiente en la propuesta de Campillo, y es que se empeña en ser una fiel radiografía de la enfermedad y va hasta el final. No se ahorra detalles dolorosos, y tampoco hace alarde de ellos ni manipula emocionalmente al espectador. Los quince últimos minutos son, quizá, los más devastadores que hemos visto en una película en años, pero se llega a ellos de forma honesta y se palpa la implicación del autor en todo momento. ‘120 pulsaciones por minuto’ es, ante todo, una película que se compromete con lo que está narrando desde el primer instante. Y eso es algo crucial para contar una historia tan importante como esta. 8.

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