Los Hermanos Cubero, Enrique y Roberto, han sido una feliz anomalía en el panorama musical español durante los últimos años. Un dúo de folk completamente acústico (guitarra y mandolina a pelo), que mezclaba con desparpajo y sabiduría los cantares tradicionales de su Alcarria natal con sonoridades de la Norteamérica profunda -especialmente el bluegrass-, muy escuchados principalmente en los círculos indies. La suya era una música de raíces, fuera del tiempo, que se hundía en el imaginario popular, que cristalizaba en tonadas populares, canciones sobre el terruño y letras contestatarias para narrar el presente con sentido del humor.
Hablo en pasado porque ‘Quique dibuja la tristeza’ es otra cosa. Ya no hay versiones de cantos antiguos, referencias a la tierra ni puyas laborales. Este es un autorretrato íntimo de Enrique Cubero en un momento terrible. Como explica El Segell del Primavera, que los edita, este disco forma parte de la misma categoría del ‘Carrie & Lowell’ de Sufjan Stevens o del ‘Skeleton Tree’ de Nick Cave, de las obras alumbradas para explicar y explicarse el dolor infinito causado tras la pérdida de un ser querido. Porque este álbum es un monumento a la memoria de Olga, la esposa de Quique, fallecida a causa de un cáncer. Y de todo esa aflicción –enfermedad, muerte, soledad- surge un diálogo continúo de Quique con su mujer. Casi todas las canciones se las canta, se las cuenta a ella, tratando de exorcizar el dolor, de entender la pérdida, de sobrellevar la pena insondable por su partida, por ese amor que no desaparece, pero cuyo objeto ya no está. También es un homenaje, de manera implícita, a la música como asidero y refugio en los momentos más duros.
Grabado en directo y sin instrumentos eléctricos, como es habitual en ellos, esta vez se les han unido Jaime del Blanco a violín y viola y Oriol Aguilar al contrabajo, acabando de dotar de toda la profundidad emocional a unos temas grabados en directo en una bodega de Valladolid. Más bluegrass, pop y country que nunca, esta vez el elemento más castellano se ciñe a la lírica de las canciones, que continúa asemejando a cantares y romances, pero con letras que parten el alma, que Quique canta sin dramatismo, con su habitual sobriedad. Precisamente es ese contraste entre la música, extrañamente ligera, casi luminosa, con la melancolía de las melodías, las letras sencillas, directas y dolientes, la insondable nostalgia con la que Quique las entona, lo que hace que se te ponga el corazón en un puño.
Ya la primera canción, ‘El tiempo pasó’, pone el alma en vilo sólo por cómo entona Quique y cómo le acompaña la mandolina de Roberto, esa pequeña pausa en que apenas pellizca tres veces las cuerdas. Suficiente para quebrarte. La más bluegrass es ‘Sonrisa inabarcable’, cuya cadencia te acompaña, a pesar de la triste confesión de Quique: “nunca había llorado escribiendo una canción / pero esta me hace daño / me encoge el corazón”. ‘No veo donde reposar’ casi parece arrancarse en un baile, pero es otro mazazo. ‘Lo que ni yo soñara’ narra el desconcierto de Quique tras el fallecimiento de Olga, la solemnidad que le otorgan los redobles de la guitarra se aligeran con un violín muy country: “No la puedo besar, siendo lo que más deseo/lo que más”, se lamenta. Tan sencillo y, a la vez tan sobrecogedor. La estupefacción por la viudez reciente se refleja en ‘No nos despedimos’: las cartas que aún llegan, el nombre en el buzón… Y lo vivaracho de la melodía, trastocada por una letra tan sentida, te rompe.
Escuchar este disco es un continuo intento de contener (inútilmente) las lágrimas. Porque ‘Un suspiro y un beso’ es un vals tristísimo. ‘Quisiera poder rezar’ llega a los mismos territorios que R.E.M. alcanzaron en ‘Automatic for the People’. Pop enorme sobre el duelo y el pesar, quizás la única pieza en que Quique se deja llevar (sus “ohhh” se clavan en el corazón), coronado por los majestuosos arreglos de violines. ‘Tenerte a mi lado’ es la pieza más devastadora, donde Quique salta del pasado (la foto que se hizo con Olga en París) al presente, con una confesión que pone la piel de gallina: “Ya hace un año desde partiste / Me iría contigo, si no fuera por Abril / Dentro de muy poco ella habrá crecido / y nada necesitará de mí”.
Hay algún espacio para la esperanza también. El aliento reviste ‘Tu recuerdo es mi consuelo’; en su estribillo Quique levanta el vuelo, en un juego de contrastes, de cómo el recuerdo de la amada es consuelo, sí, pero también sufrimiento. La balada ‘Qué haré el resto de mi vida’, la pieza más lenta, se plantea cómo afrontar el futuro. Y la luz que se filtra, el optimismo que se cuela en la final ‘Me quedo con lo bueno’, sabiduría y sentimiento, pragmatismo y sensibilidad, en una pieza redonda de pop.
Pero si soy realmente sincera, no soy capaz de juzgar objetivamente este disco. He intentado explicar cómo son las canciones –las letras, los géneros, instrumentos…-, pero estas van más allá de lo que yo pueda describir. Porque ‘Quique dibuja la tristeza’ me apela demasiado a algo muy profundo. Porque este álbum procede del interior del alma. Porque lo escucho con un permanente nudo en la garganta. Porque es imposible no sentirse identificado (todos tenemos a alguien que se nos fue demasiado pronto). Porque es una obra de arte. Y porque, sinceramente, me jode que exista. Ojalá no hubieran tenido que sacarlo nunca.
Calificación: 8,5/10
Lo mejor: ‘El tiempo pasó’, ‘Un suspiro y un beso’, ‘Quisiera poder rezar’, ‘Tenerte a mi lado’, ‘Tu recuerdo es mi consuelo’
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