‘Happy End’ es la película más desconcertante de la filmografía de Michael Haneke. Una suerte de síntesis o greatest hits de su carrera, que funciona por acumulación y cuyos personajes, temas y motivos visuales parecen estar dispuestos con intenciones satíricas, irónicas y hasta autoparódicas. Tras las memorables, multipremiadas y muy rigurosas ‘La cinta blanca’ y ‘Amor’, y tras frustrase el rodaje de ‘Flashmob’, su proyecto sobre Internet y las redes sociales, el cineasta austriaco parece haberse tomado un respiro, haberse repanchingado en la silla del director para rodar esta especie de divertimento autorreferencial mientras pensaba en su siguiente película.
‘Happy End’ narra el desmoronamiento de una familia de clase alta de Calais a partir de otro derrumbe, el ocurrido en una obra que dirige la empresa familiar. Esta metáfora (no demasiado sutil), junto a las posibilidades dramáticas que se derivan del campamento de refugiados levantado en esa región en 2015, le sirve al director para meter el dedo en las grietas morales y emocionales de la sociedad burguesa. El problema es que esta vez Haneke no araña ni golpea, solo hace cosquillitas. Sus líneas argumentales y su discurso -¿la podredumbre moral de las clases altas? ¿su indiferencia ante el drama de la inmigración?- se desvanecen como la salud mental de Fabio McNamara, sus personajes carecen de peso dramático y como caricaturas tampoco funcionan, y su gélida puesta en escena se derrite como un polo que has chupado demasiadas veces.
Haneke se ríe, quizás, de sí mismo; pero yo no le pillo la gracia. El auténtico “final feliz” de esta película es que el director ya está preparando otra: la serie ‘Kelvin’s Book’, una distopía futurista narrada en diez capítulos. 5,5.