Tan solo un año después de que ‘Hereditary’, la opera prima de Ari Aster, viese la luz -resultando ser una de las películas de terror más celebradas por la crítica de los últimos años- llega ‘Midsommar’ con el mismo ímpetu de plantear nuevas formas a un género con el que cada vez parece más difícil innovar. El director vuelve a recurrir a traumas familiares para retratar el dolor y lo lleva en esta ocasión a las relaciones de pareja. La película brevemente presenta a sus personajes en Estados Unidos antes de que el grupo de amigos se dirija hacia su destino de vacaciones: Suecia, donde se realiza un festival de verano de tradición milenaria en una pequeña aldea en las montañas. Lo idílico que pudiese parecer el viaje para desconectar de los problemas de su protagonista, pronto se convertirá en algo cercano a una pesadilla. Aparentemente, suena como la típica sinopsis de película de terror que hemos visto mil veces, pero aquí se acaban todos los tópicos. ‘Midsommar’ no se parece a nada. Ni siquiera a ‘El hombre de mimbre’ con la que tanto se le ha querido asociar en cuanto salieron las primeras imágenes promocionales o el tráiler. Desde el principio se empeña en ser algo diferente. Y lo consigue.
Con apenas dos películas (y unos cuantos cortometrajes como el curioso ‘The Strange Thing About The Johnsons’) Aster ha logrado crear un estilo claramente identificable, tratando temas que parecen obsesionarle como lo son la familia como entidad vulnerable y la pérdida de seres queridos desde una perspectiva cruda y siniestra. Esta nueva obra se distancia en muchos aspectos de la oscura ‘Hereditary’, aquí todo es luz y colores vivos pero sin embargo comparten ese componente macabro que lentamente se va gestando a lo largo de ambas cintas. A primera vista, lo que más llama la atención en ‘Midsommar’ es que todo sucede a plena luz del día, debido a que en la localización en la que se encuentran los personajes durante el solsticio de verano apenas hay un par de horas de oscuridad al día. Pero el corazón de la película no puede ser más lúgubre. Aster ha confesado que fue una ruptura amorosa lo que le llevó a escribir este guion, y es que en el fondo el filme nos habla de la horrible sensación que deja un desengaño amoroso; de cómo pensamos que no va a haber nada más después y nunca podremos superarlo. Parte del peso dramático de la película lo sostiene una Florence Pugh espléndida, que sufre, llora y grita tan bien como lo hacía Toni Collette en ‘Hereditary’.
El filme destaca también por su cuidadísimo apartado visual gracias a la fotografía de Pawel Pogorzelski y a la inteligencia con la que Aster planifica su puesta en escena. Las decisiones de dirección que toma, como el uso de los lentos movimientos de cámara consiguen atraparte en el callejón sin salida donde se encuentran sus personajes. La duración supera las dos horas pero la intriga está tan bien construida que no existe opción al aburrimiento; siempre inquieta y, por momentos, fascina. Algo de “culpa” tiene la hipnótica música de Bobby Krlic, que tiene una importante presencia durante todo el metraje. Si bien hay algo que tanto su anterior obra como ‘Midsommar’ tienen como punto débil –o menos fuerte, mejor dicho- son sus finales. El director es un maestro a la hora de elaborar atmósferas enfermizas de las que no puedes apartar los ojos, y son tales las expectativas que crea que resulta muy difícil encontrar finales a la altura. En este caso, la sensación inmediata que deja, lejos de ser negativa, es que podría haber un desenlace más idóneo para todo esto. En cualquier caso, es para celebrar que se hagan películas tan ambiciosas, valientes y sobre todo, dispuestas a revolucionar –aunque solo sea un poco- el género de terror. 7,5