No es frecuente que los cuentos empiecen por el final. Este lo hace, quizá porque no es feliz, aunque tampoco triste. Más bien es agridulce. Ha muerto Daniel Johnston, una figura única en la Historia del Arte. A los 58 años, que pueden parecer pocos, aunque en realidad son muchos teniendo en cuenta la enfermedad y el dolor que condujeron parte de su vida. De hecho, lo raro es que no terminara con ese sufrimiento antes de manera voluntaria. Pero al final ha sido un común y vulgar ataque al corazón el que ha terminado con él. Seguro que, después de todo, a Daniel le regocijaría saber que no fue el Diablo, contra el que tantas veces combatió en su vida –solo o con ayuda del fantasma Casper, el Capitán América, Los Beatles y Laurie, su amor platónico de la universidad a la que dedicó varias canciones–, el que pudo con él.
Johnston nació en Sacramento en 1961, siendo el pequeño de cinco hermanos en el seno de una familia fervientemente católica, que le hizo enfrentarse a sus padres en numerosas ocasiones, aunque estos siempre estuvieron a su lado y le apoyaron casi hasta el final. De hecho, cabe preguntarse hasta qué punto la ausencia de su padre Bill en 2017 –su madre, Ruth, falleció en 2010– ha podido influir en que él se haya ido tan poco después.
Su fe cristiana, sin duda, marcó radicalmente la vida y las creaciones de Daniel, ya que su frágil mente identificó la esquizofrenia y el trastorno bipolar que comenzó a acuciarle en la adolescencia con el Diablo. Para entonces él ya había comenzado a construir un universo propio al que daba forma a través de sus dibujos y sus canciones, instigadas por su amor por The Beatles –en sus momentos de delirio pretendió que los de Liverpool fueran su banda de acompañamiento, y además de distintas versiones de sus canciones, les dedicó una canción («I really wanted to be like him, but he died», cantaba en ella)– y su voluntad de trascender. Y, en buena medida, fue la fama la que le salvó: «Mi vida empieza de nuevo / (…) Mi fama se extiende por la tierra / (…) Sé que no hay forma de ocultarse / pero es mejor que el suicidio», cantaba en ‘My Life Is Starting Over’.
Curiosamente, también la fe es una de la cosas más admirables en la carrera de Johnston. Me refiero a la fe en sí mismo: con medios totalmente caseros (su habitualmente mentada «baja fidelidad» nunca fue meditada, sino más bien circunstancial, como prueban los discos que grabó cuando tuvo el apoyo de discográficas y medios económicos, especialmente en su última etapa) grababa cassettes, cuyas portadas dibujaba una a una, y las repartía gratuitamente por la calle o en su trabajo en una cadena de comida rápida. Aunque, dicen, lo que realmente embrujaba de Daniel eran sus conciertos, en los que la desarmante honestidad de sus letras y sus interpretaciones. De nuevo su fe impulsó su aparición en el programa que ‘The Cutting Edge’ de MTV –de cuando en el canal había programas musicales, y tal– dedicó a la escena underground de Austin, Texas, donde vivía con su familia tras pasar la infancia en la rural Virginia.
Aquello, efectivamente, fue lo que comenzó a hacerle popular en todo Estados Unidos, el germen que logró que artistas como Jad Fair de Half Japanese –con el que grabó dos discos, ‘It’s Spooky’ (1991) y ‘The Lucky Sperms: Somewhat Humorous’ (2002)–, Sonic Youth –que no solo contribuyeron instrumentalmente en su disco ‘1990’, sino que también fueron en su rescate en uno de sus ataque maníaco-depresivos durante su estancia en Nueva York a finales de los 80–, Yo La Tengo –que no solo grabaron su ‘Speeding Motorcycle’ en el mítico ‘Fakebook’ sino que, en un extraño y enternecedor episodio, fueron su banda de acompañamiento en una radio mientras él cantaba por teléfono–, Wilco –que hicieron una memorable revisión de ‘True Love Will Find You In The End’ en 1999– o Kurt Cobain se fijaran en él. El líder de Nirvana contribuyó como pocos a la fama global de Daniel con el simple gesto de lucir repetidamente una ya icónica camiseta con la portada de su cassette de 1983 ‘Hi, How Are You?’.
Pese a salvar su vida, la popularidad fue un arma de doble filo para Johnston. En varias ocasiones a lo largo de su carrera, especialmente en los 90, los nervios por tocar y grabar alejado de su vida rutinaria junto a sus padres le llevaba a abandonar sus tratamientos –que aplacaban sus demonios, pero también su creatividad– y consumir drogas, provocando graves episodios como aquella vez que, tras actuar en el festival SXSW de Austin, provocó que la avioneta en la que viajaba de vuelta a casa con su padre se estrellara, salvando la vida de milagro. Eso llevaba a su familia y a su manager durante muchos años, Jeff Tartakov –con el que rompió cuando creyó que este conspiraba con el Diablo al proponerle firmar un contrato con el sello Elektra, en cuya nómina estaban los “satánicos” Metallica–, a alejarle de la industria musical. En esos períodos se incrementaba su producción gráfica, sus cuadros, por los que adquirió también renombre en el mundo del arte. De hecho, en los últimos años sus giras se acompañaban de exposiciones retrospectivas de su obra gráfica. Unas giras a las que puso fin en 2017, cuando ofició su retirada de los escenarios con unos conciertos en los que, visiblemente castigado por los años de potente medicación, se hacía acompañar por músicos de artistas locales. Como atestigua hoy Guillermo Farré de Wild Honey, que estuvieron junto a él en Madrid en una de sus últimas actuaciones, fueron experiencias “bonitas, extrañas y tristes”, todo a la vez.
De ahí que en las dos últimas décadas su producción musical se redujera drásticamente –una etapa en la que destacan los álbumes ‘Fear Yourself’ (2003), grabado junto al malogrado Mark Linkous (Sparklehorse), o ‘Is and Always Was’ (2009), con Jason Falkner de Jellyfish y The Three O’Clock a los mandos de la producción–. No así su fama, que se multiplicó gracias al fantástico documental biográfico ‘The Devil and Daniel Johnston’ (Jeff Feuerzeig, 2005) , presentado casi paralelamente al álbum ‘The Late Grate Daniel Johnston: Discovered Covered’ (2004), en el que artistas como Tom Waits, Beck, Eels, The Flaming Lips, Bright Eyes o TV On The Radio rendían homenaje a su extenso cancionero. En nuestro país, cabe destacar la versión de ‘Devil Town’ que Los Punsetes hicieron en su debut, ‘LP’ (2008), bajo el nombre de ‘CI’ –“Ciudad infernal”–; curiosamente, Nacho Vegas acudió a la misma canción para construir ‘Ciudad vampira’, incluida en su disco de 2014 ‘Resituación’.
La mejor prueba de que Daniel acabó venciendo al Diablo es que no consiguió acallarle, y que sus canciones son y serán recordadas y redescubiertas durante muchos, muchos años. La honestidad que desprenden sus letras, en las que desnudaba su frágil mente con su también frágil voz, su manera de fundir fantasía y realidad de manera desarmante, conectan con la infancia por la pureza que desprenden, y que el tiempo y la industria domesticaron, pero no apagaron del todo. Su vasta discografía es un auténtico desafío –el recopilatorio ‘Welcome to My World’ (2006) puede ser una buena introducción a ella– porque sus mejores canciones son a menudo oasis que emergen –sobre todo en sus inicios, pero no únicamente– en malas grabaciones que parecen una sucesión de idas de olla. Pero no me cabe duda de que tanto la película antes citada como el bonito libro que le dedicó años atrás el ilustrador Ricardo Cavolo, así como el boca-oreja, contribuirán a que estrafalarias maravillas como ‘Some Things Last a Long Time’, ‘Casper The Friendly Ghost’, ‘Walking The Cow’, ‘Story of an Artist’, ‘Sorry Entertainer’ o ‘Laurie’ le deparen un lugar en la Historia de la música próximo al de héroes suyos como John Lennon, Roky Erickson o Brian Wilson.