‘El juicio de los 7 de Chicago’, la primera en estrenarse, no era de Netflix. Se la compró la plataforma a Paramount por una millonada, como ha hecho en otras ocasiones: ‘Aniquilación’, ‘The Cloverfield Paradox’… La inversión le puede salir bien. La segunda película dirigida por el guionista estrella Aaron Sorkin (‘La red social’, ‘Steve Jobs’, ‘El ala oeste de la Casa Blanca’), tras la estupenda ‘Molly’s Game’ (2018), es cien por cien “oscarizable”. Un drama judicial basado en hechos reales (el encausamiento de varios manifestantes contra la guerra de Vietnam ocurrido en 1969), que enfatiza varios aspectos de la narración y la puesta en escena para que actúen como reclamo para los votantes de los Oscar, para aquellos –la mayoría- que siempre preferirán votar un ‘Green Book’ que un ‘Roma’.
Estas concesiones busca-votos son sin duda lo peor de la película: el exceso de maniqueísmo, las sentencias grandilocuentes, el forzado “subidón” del final, que parece rodado mirando de reojo la estatuilla… Sin embargo, ‘El juicio de los 7 de Chicago’ es también una película cien por cien Sorkin. O, lo que es lo mismo: una exhibición de esgrima verbal, con unos diálogos más afilados que una espada de ‘Forjado a fuego’; un discurso brillante, lleno de segundas lecturas que resuenan con fuerza en el presente (no es casualidad que el filme se haya estrenado en plena campaña electoral estadounidense); y un notable dominio de la narración, hasta el punto de meter al espectador dos horas en un juzgado y que se lo pase como si estuviera en una montaña rusa.
A estas virtudes hay que sumar otra: el espectacular reparto. Todos están fabulosos, pero hay dos duelos que brillan como una bomba de napalm en Vietnam. Por un lado, Sacha Baron Cohen y Eddie Redmayne, que encarnan a los representantes de dos sectores de la izquierda estadounidense sesentera, la hippy y la pija (este último, Tom Hayden, se convertiría en la estrella de la contracultura junto a su mujer Jane Fonda). Y, por otro, Mark Rylance y Frank Langella, el abogado progresista y el juez carcamal, que protagonizan algunos de los mejores momentos de la película.
El resultado de esta suma de arquetipos y tensiones dramáticas es una llamada a la acción, una sutil invitación al espectador para que deje de quejarse en Twitter (la nueva barra de bar desde donde “arreglar” el mundo), y hacerlo donde la protesta ha sido históricamente eficaz: en las calles, de forma organizada y, a ser posible, pacíficamente. 8.