Vaya por delante que una película en la que uno de los personajes principales es una grabadora de cuatro pistas analógica, el protagonista yace sobre el suelo escuchando obsesivamente ‘Frankie Teardrop’ de Suicide a todo volumen y uno de los momentos de mayor tensión es decidir el grosor del surco al cortar el máster de un vinilo para “salvar” un disco… parece específicamente creada para que me encante.
Por eso resulta tan milagroso que ‘Springsteen: Deliver Me From Nowhere’ sea absolutamente apta para ser vista y disfrutada por cualquiera, independientemente de si padeces o no esos cuelgues fetichistas. Porque más allá de esos regalos visuales para nerds de la música y lo vintage, de los guiños para fans del Boss, o de la estructura narrativa que gustará a la gente interesada en las biopics musicales, aquí hay una historia que se vale por sí misma. Que se podría disfrutar hasta sin saber quién es Bruce Springsteen.
Y es que lo que se encuentra debajo de esta biopic es ni más ni menos que una película sobre la depresión, contada con sutileza y poesía, pero sin eludir la sordidez. En la que la música acústica y melancólica que vemos a Bruce alumbrar sirve como espejo de su abatimiento. Y su interés por escribir letras sobre violencia o situaciones perturbadoras es un reflejo de los flashbacks de su infancia, episodios de maltrato infantil que el director Scott Cooper retrata en un blanco y negro tétrico y tristísimo.
Jeremy Allen White está magnífico en su papel. Clava la voz (hablada y cantada), la forma de tocar la guitarra, e incluso la postura corporal, el gesto con los hombros hacia adelante, la manera de caminar de Springsteen. Y su interpretación de alguien víctima de una depresión es muy fina: se percibe aquí la diferencia entre un buen director de reparto y otro que no lo es cuando descubres en el rostro de White un abanico de matices impensable en ‘The Bear’, donde su personaje no suele pasar del registro “cara de empanado” (y que conste que me gusta la serie).
Dejando de lado la inevitable subtrama romántica basada vagamente en algunas relaciones de Bruce durante aquellos años, la trama principal de la película es doble: por un lado el viaje emocional de un Springsteen perdido y deprimido tras el agotador fin de gira del disco ‘The River’, encerrado en una casa alquilada en lo profundo de New Jersey, alejado conscientemente de sus compañeros de grupo, abrumado por recuerdos traumáticos y comprobando en esa relación con Faye su incapacidad para conectar.
Por otro lado, la fascinante historia de las canciones que nacieron fruto de esa experiencia, grabadas imperfectamente en un cuatro pistas de cinta de cassette con ayuda de un silencioso roadie ascendido a técnico de sonido: asistimos a su nacimiento inspirado por un visionado nocturno de la película ‘Badlands’ (1973), las vemos cambiar su sonido a algo sagrado, casi milagroso, gracias a la unidad de eco Echoplex (utilizando un modelo real durante el rodaje). Y a pesar de conocer el final de la historia seguimos con tensión las tribulaciones de su mánager y confidente Jon Landau (excelente Jeremy Strong) para defender la inflexible postura de Bruce: ‘Nebraska’ habría de ser publicado de esa manera, directamente de la cinta. La expresión misma de una frase mítica entre músicxs (“la maqueta sonaba mejor”) hecha película.
Si además has estado pendiente de las últimas reediciones de material inédito de Springsteen, ambos boxsets funcionan muy bien como material adicional a la película (o viceversa): en el ‘Tracks II’ del pasado mes de junio ya aparecía buena parte de esas sesiones que rodearon la grabación de ‘Nebraska’, propias de un músico inseguro, inquieto, muy prolífico pero escribiendo material muy distinto: el más llamativo y pegadizo formaría parte de ‘Born in the USA’ ya en 1984. Pero aquello tendría que esperar, porque la prioridad y obsesión de Bruce en 1982 era publicar esa colección de piezas ocres y austeras. En el recentísimo ‘Electric Nebraska’ se pueden oír las versiones con banda completa que tanto frustran en la pantalla a su autor cuando se da cuenta de que están perdiendo su autenticidad.
Era un concepto importante para él: en un momento de la película dice “busco algo auténtico en medio del ruido”. En otro añade: “me encanta el ‘slap echo’… en él se oye la distancia, como si viniese del pasado”. Independientemente de si Springsteen pronunció realmente estas frases o no, expresan a la perfección que esas grabaciones que comenzaron como algo provisional acabaron capturando algo él mismo no esperaba, y que se volvió vital en ese momento de crisis. El éxito del disco confirmaría que no estaba equivocado.
Aunque ‘Springsteen: Deliver Me From Nowhere’ puede recordar a la reciente biopic de Bob Dylan por centrarse en un período específico de la carrera del artista y no tratar de abarcarla toda (caso de las biopics de Elvis o Queen), yo la veo más cercana a la preciosa ‘Love & Mercy’ (basada en momentos de la vida de Brian Wilson). Ambas están teñidas de una gran melancolía, y coinciden en su acierto de retratar sin exagerar o santificar, en hacer un tratamiento crudo pero no sensacionalista de la salud mental, o en el detallismo técnico exacto de sus elementos musicales.
Y al igual que ‘Love & Mercy’, ‘Deliver Me From Nowhere’ apenas fabula. Incluso la escena de la peli más claramente no basada en un hecho real tiene su conexión con la verdad: en ella se ve a Jon Landau visitar a Springsteen y traerle un cassette. Se sientan y escuchan en silencio esa preciosidad llena de esperanza de Sam Cooke titulada ‘Last Mile of the Way’. Se agarran la mano y se acarician amistosamente, en otro de los momentos íntimos más bonitos de toda la historia (que por cierto te hace preguntarte si que la relación Jon-Bruce debería quizá haberse explorado más). Pues bien, eso nunca ocurrió. Sin embargo, antes de escribir la escena, Scott Cooper le preguntó a Springsteen qué canción le pondría a una persona que está al borde del suicidio. La respuesta fue ‘Last Mile of the Way’.
En mi opinión el mayor acierto de Cooper (y quizá el menos evidente) es haber conseguido hacer una película de tono tan inhóspito y austero como el propio álbum ‘Nebraska’. Al igual que la parquedad solitaria del disco reflejaba las tribulaciones emocionales de Springsteen en 1982, su equivalente visual —oscuro y ligeramente desolador— funciona perfectamente como retrato psicológico de dolor y depresión.