‘El discurso del rey’ es un ejemplo perfecto de lo que se denomina “academicismo cinematográfico”. La película de Tom Hooper -autor de telebiopics históricos como ‘Elizabeth I’ o ‘John Adams’- parte de un guión impecable, cartesiano, de manual. La historia del tartamudo rey Jorge VI y su lucha por superar los problemas de dicción está medida al milímetro, gestionados los recursos dramáticos con la precisión de un relojero.
La puesta en escena, igual: correcta, clasicota, de arquitectura exacta y tabiques invisibles. Las interpretaciones, perfectas, con un Colin Firth en la pole position para el Oscar y un Geoffrey Rush más soportable que de costumbre. El diseño de producción, brillante, cuidado al máximo. La música, eficaz, tan contenida como todo lo demás. Y el discurso tibio, cuidadoso, pasando de puntillas, por ejemplo, sobre las simpatías filonazis de la monarquía británica.
Todo funciona en ‘El discurso del rey’. Pero esa funcionalidad acaba por volverse en su contra. Es cine formulario, burocrático… académico. Una película efectiva y agradable, sí, pero constreñida por un reglamento formal y dramático que la oprime y la acaba aplastando con el peso de la flema británica, la contención mal entendida y el barniz de prestigio. ¿Qué es preferible: la corrección pulcra y enconsertada o la irregularidad con destellos geniales? ¿‘El discurso del rey’ o ’Balada triste de trompeta’? 6.