El festival inabarcable: entre el gozo y la frustración

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El festival inabarcable: entre el gozo y la frustración

Tres días después de terminar el San Miguel Primavera Sound todavía no ha tenido uno tiempo de contar a sus amigos todo lo que allí se vivió: que el concierto de Beach House ha dejado más huella de la que parecía; que Kindness moló; que Grimes, no; que cambiar Chromatics por Saint Etienne fue un error muy gordo que sí nos perdonaremos; que si te ibas de The Cure y volvías dos conciertos después, ellos seguían; que la que cayó de agua después de Nacho Vegas no fueron cuatro gotas… Tantas cosas en tan poco tiempo que más de una habrá sido olvidada ya, con la ayuda de la ingesta de alcohol y de esas baterías de iPhone completamente inútiles que amenazan con dejarte tirado si por la tarde transcribes demasiadas gracietas realizadas por Father John Misty o Marianne Faithfull entre canción y canción.

El festival de Barcelona se diferencia por apuntar a un lugar distinto al que estamos habituados. Aunque sus cifras de asistencia son similares a las del resto de macrofestivales españoles (en torno a 40.000 visitantes diarios, y dicen que no quieren más, aunque caber, caben en el Fòrum), donde otros eventos te hacen lamentar la coincidencia entre tal o cual artista, este plantea una salvajada de escenarios simultáneos a lo Glastonbury.

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Recuerdo con cariño mis primeras aproximaciones festivaleras hace algo más de diez años, cuando, inocente de mí, me paseaba sin prisas por los puestos de discos, y hasta me planteaba ir a las firmas que solían organizarse en los puestos de mercadillo. No sé si era porque entonces conocía menos grupos, porque no tenía una web en la que alguien enseguida te pone a parir si te pierdes un concierto por ver otro o peor, ir al baño, o porque cada vez hay más oferta, pero lo cierto es que la experiencia de este festival es un constante correr para arriba y para abajo absolutamente inasumible.

El resultado de programar a decenas (de hecho, un par de cientos) de grupos termina dando lugar a uno de los carteles más atractivos del globo, pero también genera una frustración a la que el público festivalero de nuestro país no está acostumbrado. De un lado, un porcentaje escandaloso de los grupos de moda y de los pasados en activo, forma parte del cartel: tiene mucho mérito que se caiga Björk del festival y te dé absolutamente igual. De otro, un repaso a lo que te has perdido a la vuelta, duele demasiado. Porque esta podía ser la edición del jevi, pero también podría haber sido la de la música folclórica asturiana o la de la música latina. Tanto nos habría dado: por mucha curiosidad que me generaran Napalm Death (que creedme, era mucha), no era plan perderme a The Cure, Sleigh Bells o Wavves, que tocaban a la vez.

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Quizá lo mejor que pueda decirse del San Miguel Primavera Sound es que en este camino hacia la enormidad, no ha perdido ninguno de los rasgos que forman su compleja y única personalidad. El principal y más importante, su dirección artística, muy concreta e identificable, diseñada y acordada por todos los miembros de su organización (al menos en teoría, cuesta creer que todos sean exactamente igual de fans de Saint Etienne que de Mayhem, aunque lo mismo nos dicen a nosotros con otras cosas). Próxima a ATP y a medios especializados no, lo siguiente, como Rockdelux o Pitchfork, que cuentan con su propio escenario, su línea editorial mantiene a miles de kilómetros de distancia a habituales de Glastonbury y Coachella como Beyoncé, Rihanna o David Guetta, y así se diferencia de ellos. Por otro lado, en relación, está el carisma de sus organizadores, que a veces llega al público en el momento y con la forma que menos te esperas, como esa decisión de no acreditar a un periodista de El Periódico de Catalunya por un comentario sobre el horario de los grupos catalanes, sabiamente rectificada horas después; o esos tweets y mensajes dejados en su mítico foro políticamente incorrectos, como si provinieran de un usuario más. Y por supuesto esa sesión de cierre de DJ Coco, con música de todo tipo y su equipo bailando y tirando confetti alrededor, convertida en una de las imágenes más indisociables del festival. En todos los sentidos, es de agradecer que se adivine que detrás de todo esto, haya personas, y no sólo dinero.

Es destacable también que la organización de este año haya sido mucho mejor que la del pasado. Por criticar algo, personalmente (cada uno tendrá su queja) sigo sin entender que el escenario principal esté a la entrada y por tanto sea usado como «de paso» por el asistente ocasional o que intenta llegar a otros escenarios; pero lo cierto es que casi todo ha mejorado: el Pitchfork ha sido reorientado y ya no se solapa en lo acústico con el San Miguel; el Mini también, de manera que puede verse y escucharse desde mucha más distancia; el Auditori no se ha saturado en ningún momento a la Sufjan Stevens y… ¡ah, la bebida! La bebida, en un inteligente alarde de funcionalidad, se paga con dinero cash y con tarjeta de crédito, sin tickets, ni huellas dactilares (la entrada al festival llegó a funcionar así en los tiempos del Poble Espanyol), ni tarjetas inteligentes que se activan mediante iPad. Para aquel amigo que el año pasado gritó completamente fuera de sí: «¡pues sí!, ¡quiero beber, quiero beber!, ¿qué pasa?», mientras yo me moría de la risa e intentaba concentrarme en Of Montreal, habría sido esto una gran alegría. A falta de ver qué sorpresas depara el año que viene, para mi amigo y el resto de indecisos, aún queda el desdoble de Oporto este fin de semana.

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Foto: Damia Bosch

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