Nunca hablamos de teatro, aunque a veces vamos. Todo esto para justificar un poco esta entrada en nuestra casi extinta categoría de teatro, que la verdad es que está más olvidada que otra cosa. Sin embargo, diez euros por ver a Marisa Paredes representando una de las obras maestras del recientemente fallecido Ingmar Bergman parecían poco dinero para una noche de sábado. A pesar del Teatro del Círculo de Bellas Artes que, la verdad, deja bastante que desear.
‘Sonata de otoño’ cuenta la historia de -fundamentalmente- dos mujeres: Charlotte y su hija Eva. Charlotte es una pianista de fama mundial que dejó de lado su vida familiar (desatendiendo por tanto a sus dos hijas, una de ellas aquejada de una terrible enfermedad que la mantiene postrada en una silla de ruedas) para triunfar en el mundo del espectáculo. Su hija mayor, Eva, que ahora se hace cargo de su hermana pequeña y enferma en un pequeño pueblo, guarda un tremendo odio hacia su madre, a pesar de que, en un momento determinado, la invita a pasar unos días en su casa, después de la muerte de su amante.
Después de esta pequeña introducción-sinopsis, vamos directamente con la obra de teatro. Marisa Paredes no está mal, bastante más comedida de lo que nos tiene acostumbrados, y más haciendo un papel tan desagradecido como el de Charlotte. Cuando uno sale del teatro, se queda con la idea de que este personaje es un verdadero monstruo, ya que el texto no desarrolla demasiado bien la idea de que su dejadez y desidia hacia sus hijas es aprendida, no premeditada.
Soberbia sí que está Nuria Gallardo, en su papel de mujer contenida, que trata de llevar una vida normal después del odio que ha ido macerando con el paso de los años hacia su madre. Sin embargo, en el clímax de la interpretación, que tiene lugar en la buhardilla de la casa y con una escenografía mínima, se nota que está cómoda en su papel, que se ha aprendido bien sus frases y que sabe darles un sentido más allá del estrictamente necesario. Sus desgarradores testimonios son capaces de crear una conexión con el espectador que en el caso de Marisa Paredes no existe, ya sea por lo árido de su personaje o ya sea porque la actriz no ha sido capaz de darle esa humanidad que es fundamental para que la audiencia pueda empatizar con ella como es debido.
Y una última mención a la escenografía, que a pesar de su austeridad, es capaz de simular perfectamente la luz tan peculiar del otoño en Europa del norte, en especial esa luz blanca y fría del amanecer que tan bien combina con la enorme discusión en la que madre e hija intentan superar sus diferencias y que Ingrid Bergman y Liv Ullmann consiguieron que, en la gran pantalla, se convirtiese en una escena mítica a la vez que fascinante.