Como una canción de las Pussy Riot. Así podríamos calificar a este documental producido por la HBO. La música es lo de menos: lo importante es la letra, el discurso. ‘Pussy Riot: Una plegaria punk’ es pura denuncia; un documental militante, de tesis, que apenas disimula su gusto por la manipulación, por el montaje tendencioso a lo Michael Moore. Que nadie espere un análisis sutil, sosegado y objetivo. Como dice la cita de Bertolt Brecht con la que se abre la película, “el arte no es una herramienta para reflejar el mundo, sino un martillo con el que darle forma”.
Los directores Mike Lerner y Maxim Pozdorovkines lo dejan claro desde el principio: esto es un grito contra Putin y el patriarca ortodoxo Cirilo, una protesta en imágenes contra la desproporcionada reacción de la justicia rusa al condenar a dos años de cárcel a tres miembros de Pussy Riot por interpretar una performance, una «plegaria punk», en la catedral ortodoxa más importante del país. El documental termina con la liberación de solo una de ellas, aunque, como es sabido, luego fueron absueltas las otras dos.
Pero quizá lo más interesante del documental no esté en el discurso central, sino en los márgenes. Primero: la propia existencia de la película y su repercusión (ganó en Sundance y estuvo preseleccionada para los Oscar) dejan muy claro lo mal que han manejado el caso los dirigentes rusos. Quizá sea el efecto de tantos años protegidos y aislados por el telón de acero, pero es como si no conocieran la existencia de internet o conceptos como la globalización.
Segundo: el punk sigue vivo. No en Occidente, claro, incorporado desde hace años al sistema, pero sí en otras latitudes. Como se desprende del documental, el caso de las Pussy Riot pone de manifiesto que, en países como Rusia, la actitud punk sigue resultando tremendamente eficaz como arma de agitación política y social. Blasfemar en una canción continúa siendo trasgresor y provocador. Ofende a muchos. Al gobierno y a la Iglesia, pero también al pueblo -a la madre de una de las activistas- poco acostumbrado a este tipo de irreverencias y desafíos a la autoridad.
Y tercero: resulta curioso (y hasta divertido) comprobar cómo los directores, a pesar de su intención de (re)tratar a las tres activistas por igual, son incapaces de escapar al influjo de Nadezhda Tolokonnikova, de no sentirse atraídos por el magnetismo y el carisma que desprende la “guapa de las Pussy Riot”. Si fuera una actriz la llamaríamos “robaplanos” o que “la cámara la quiere”. ¿Ha nacido una estrella de la militancia política? 7.