La transformación de Miley de icono infantil en Hanna Montana a anti-estrella del pop es una de las más espectaculares de la historia. Ya nos advirtió en ‘Can’t Be Tamed’: «para quien no me conozca», empezaba la canción, «puedo volverme un poco loca». Sin embargo, al contrario que estrellas como Marisol en España o Britney Spears en Estados Unidos, el cambio de Miley no parece, por mucho que se queje Sinéad O’Connor, tan condicionado por las presiones de la industria como motivado por una voluntad honesta de Miley de aportar al mundo algo más que mero entretenimiento para las masas.
Vemos a Miley en las portadas de las revistas, presentando actos importantes y llenando conciertos y, sin embargo, su interés en la fama parece cada vez más secundario. En su última entrevista con The New York Times, Cyrus aseguraba que en los últimos años se ha vuelto una persona casera dedicada al yoga y a fumar marihuana y señalaba que no tiene amigos famosos. «La razón», indicaba, «no es otra que simplemente me gusta la gente auténtica que vive vidas auténticas, porque es gente que me inspira». Podría haber colaborado con Max Martin y apuntarse un número uno mundial aprovechando su fama actual; sin embargo, ella ha preferido a Ariel Pink, a Laura Jane Grace de Against Me! y Wayne Coyne, el cantante de los Flaming Lips (en la foto).
Y es que Miley hace todo lo que se espera de las estrellas, pero lo hace de la manera más inusual posible. La hemos visto en una de sus últimas portadas desnuda pero embadurnada de barro y posando junto a su cerdo, haciendo una versión de Crowded House con Ariana Grande pero disfrazada de unicornio y ligando con la misma, firmando un modelo de dentadura postiza de lo más grotesco, aceptando un premio en los Europe Music Awards al mismo tiempo que se encendía un porro y, hace dos noches, presentando una ceremonia llena de famosos que ni le van ni le vienen cual anfitriona que no está invitada a su propia fiesta.
En la época de ‘Can’t Be Tamed’, comentábamos que la carrera de Miley tras su paso de niña a mujer no se encontraba en su mejor momento comercial. El disco no había vendido como se esperaba. La evolución de Hannah Montana a Miley Cyrus todavía era demasiado reciente como para que sus fans la asumieran por completo. Después llegaron un corte de pelo y el vídeo ultra WTF de ‘We Can’t Stop’. Al principio, tanto sexo barato, tanta pose de malota y tanto lengüetazo no parecía otra cosa que el devenir de una niñata consentida desesperada por llamar la atención. Con todo lo que ha sucedido después, está claro que había algo más detrás del «twerking» ante el paquete de Robin Thicke, de los atuendos extravagantes, de los pezones al aire y de los vídeos lisérgicos con Wayne Coyne y Moby
.Una de las cosas que ha ocurrido es Happy Hippie, la organización sin ánimo de lucro fundada por Miley cuyo objetivo es ayudar a jóvenes sin casa pertenecientes al colectivo LGTB. La cantante se ha volcado especialmente en la causa de maneras diversas, por ejemplo, recuperando las famosas «sesiones en el patio trasero» que nos dieron su excelente versión de ‘Jolene’ de Dolly Parton (su madrina) para recaudar fondos de la mejor manera posible, dando cuenta de su talento y sensibilidad para la interpretación de canciones. El público adora esta faceta y condena la otra, la de los desnudos y las drogas, pero es que sin ellas nos perderíamos mucho de lo que significa Miley Cyrus en el ecosistema pop del siglo XXI.
Sin intención de caer en demagogia barata, cabe reflexionar sobre el relativo, si bien necesario papel de Miley Cyrus como icono sexual en nuestra sociedad. En un mundo donde la desigualdad de género todavía es un problema y donde el abuso a mujeres por parte de hombres está al orden del día, la imagen de Miley resulta un rayo de esperanza, pues lejos de alimentar esa imagen de mujer sumisa a la que dieron pie en la generación anterior iconos como Britney Spears o Christina Aguilera durante la era Bush, que salían en las revistas como Dios las trajo al mundo pero tapándoselo todo en plan «mírame y no me toques» como si la revolución sexual de Madonna nunca hubiera existido, defiende su identidad y cuerpo como suyos y su derecho a explotarlos como y cuanto quiera. El desnudo de Miley, vello corporal mediante, dice «este es mi cuerpo y tú no tienes derecho a tocarlo». ¿A alguien le extraña que Kathleen Hanna, líder de Bikini Kill y Le Tigre e icono feminista esencial de los 90, la haya apoyado públicamente?
Y es que Miley es al pop un poco lo que es el «in-yer-face» al teatro contemporáneo, una expresión vulgar, grosera y sin filtros del arte cuyo objetivo va más allá del placer o del entretenimiento. Es una rebelde de verdad (como bien saben alt-J) interesada en revolucionar la industria desde dentro, empleando el formato tradicional para adoptar a través del mismo un papel absolutamente contrario al esperado en una estrella del pop al uso, con la intención de hacer reflexionar al público sobre ciertos temas que importan como el feminismo, la sexualidad o las drogas. Miley ha hablado públicamente sobre su amor por el cannabis y el éxtasis, ha presumido de axilas sin depilar, se ha hecho activista de los derechos LGTB y se ha declarado abiertamente pansexual y «gender fluid». Esta chica fue Hannah Montana. Si esto no es lo más anti-pop que ha pasado en años, no sé qué lo es.
Ahora, ocupada defendiendo su anunciado nuevo disco sorpresa con Coyne, grabado casi enteramente en su propia casa y compuesto por ni más ni menos que 23 canciones que suenan a maquetas de los Flaming Lips versionando a los Beatles hasta arriba de MDMA, esperamos impacientes el siguiente paso de Miley Cyrus. Ella dice que vive en su propio mundo de fantasía. «Lo que desde fuera parece como psicodélico o de fantasía, para mí no lo es. Es mi verdadera realidad». Si la realidad de muchos fuera igual que la suya, creo honestamente que seríamos todos mucho más felices.