En el pasado Festival de Cannes, Oliver Laxe se alzaba con un merecido Premio del Jurado en la sección Una cierta mirada gracias a ‘Lo que arde’, un drama ambientado en la Galicia rural sobre Amador, un hombre que sale de la cárcel tras cumplir condena por haber incendiado el bosque cercano a su aldea. Una vez de vuelta se reencuentra con su madre Benedicta, una mujer de unos ochenta años que le recibe con una sorprendente frialdad, pese a que evidentemente se alegra de ver a su hijo. Pero las emociones que subyacen en la película nunca se manifiestan de manera explícita en los personajes: no hay demasiados diálogos sino que todo sucede desde una mirada contemplativa hacia su intimidad.
Laxe aprovecha el entorno rural y el aislamiento para representar el dolor, la pérdida y la culpa. A diferencia de ‘Mimosas’, su anterior trabajo, la narrativa aquí es más precisa y simple que en aquella. ‘Lo que arde’ es una muestra excelente de slow cinema –un término que algunos teóricos han utilizado para referirse a cierto cine de planos largos y tramas mínimas-, una película que se apoya casi al completo en lo meramente visual logrando crear imágenes que trascienden mucho más allá de lo estético. Una labor realmente complicada, que requiere de un control ejemplar tras las cámaras. Laxe no solo lo tiene sino que además posee una sensibilidad visual muy especial; al igual que su director de fotografía Mauro Herce, cuyo trabajo en 16mm es absolutamente impresionante.
A nivel narrativo ‘Lo que arde’ resulta interesante por su poder de sugerencia, por todo lo que no se dice pero queda en el aire, y por todas las preguntas que, una vez terminada, quedan sin resolver. Desde el brillante inicio hasta el igualmente lúcido final, resulta hipnótica. Atrapa y sumerge al espectador en la vida de sus personajes, plasmando su día a día con un estilo cuasi-documental. El tiempo sucede despacio a través de la pantalla, hasta que esta se enciende con la magnitud con la que lo hacen las llamaradas en un bosque. La emoción sembrada en mínimas dosis a lo largo del metraje, estalla de golpe en la retina del espectador. Aparecen los créditos y toca reflexionar sobre una obra tan despojada de grandilocuencia en sus formas como enorme en términos cinematográficos.
Oliver Laxe, con este tercer trabajo, se consagra como un cineasta imprescindible en el cine español, aunque su visión desgraciadamente esté muy alejada de lo que la industria y el público demanda. En Cannes, cumbre del cine de autor, le han programado (y premiado) las tres veces en secciones paralelas. Su salto a la sección oficial de este o cualquier festival de renombre debería llegar a la próxima, pues con su escueta filmografía ya ha dejado evidencia de sobra de su tremendo talento. 8.