El pasado día 16 de marzo Jason Molina murió consumido por una adicción al alcohol que le había mantenido prácticamente inactivo musicalmente desde el año 2009, cuando canceló una gira con Will Johnson para presentar su álbum conjunto. Desapareció de la escena hasta que, en 2011, su familia hizo un llamamiento de ayuda para poder financiar un seguro médico que le permitiera continuar con su tratamiento de desintoxicación. No fue suficiente o no llegó a tiempo, y ahora tenemos que lamentar la pérdida de uno de los artistas cruciales de la llamada Americana. Para mí en principio, la oscuridad de discos como ‘Ghost Tropic’ o ‘Impala’ hacía que Songs:Ohia quedara siempre un poco relegado frente a los proyectos de sus colegas Will Oldham y Bill Callahan. Algo cambió en 2002 cuando llegó ‘Didn’t It Rain’, un álbum muy singular en su carrera (en realidad, cada álbum de Molina tiene un ambiente y un sonido muy particular). Era sombrío y apesadumbrado, pero esas siete canciones tenían algo poderoso que las hacía brillar especialmente.
No recuerdo qué me hizo decidirlo así, pero finalmente ‘Didn’t It Rain’ quedó fuera de aquella selección de los álbumes favoritos de los 00 para JENESAISPOP. Y me pesa, porque pienso que cualquier reconocimiento póstumo siempre puede ser dudoso. Y porque, a día de hoy, lo escucho de nuevo y me sigue estremeciendo. Por entonces, ya andaba rondando en la cabeza de Molina la apertura de sonido que llevó a cabo en su siguiente álbum, el también sobresaliente ‘Magnolia Electric Co’ que, además de servir para rebautizar su alter-ego musical, supuso un gran espaldarazo para su carrera. Pero, en mi opinión, el cambio más crucial llegó con ‘Didn’t It Rain’, porque en él Molina sonaba con una confianza nunca antes vista, expandiendo un magnetismo insospechado, justificando todas las comparaciones que de él se hacían con el gran Neil Young.
‘Didn’t It Rain’ se alejaba de los cánones típicos de grabación de sus discos. A medio camino del lo-fi del mencionado ‘Ghost Tropic’ y la riqueza de ‘Axxess & Aces’ o ‘The Lioness’, el octavo álbum de estudio del músico de Ohio se grabó en un pequeño estudio de Philadelphia, con la ayuda del ingeniero de sonido Edan Cohen. Cohen metió a todos los músicos en una habitación con toda la banda tocando literalmente codo con codo y así registró las sesiones. Esto propicia el especial sonido de este álbum, en el que el espacio, el eco, la distancia de los instrumentos a los micrófonos juegan un papel activo, logrando una intimidad inusitada, haciendo sentir al oyente partícipe de lo que escucha. Parece fácil, muchos lo han hecho, pero los resultados logrados aquí son escalofriantes.
Este disco respira cierta espiritualidad, que parte de su propia revisión de los clásicos del country, tal y como acostumbró en toda su carrera, pero se muestra inesperadamente próximo al gospel tradicional. Buena parte de la culpa de esto, además de la mencionada ambientación, la tienen las armonías vocales y coros. Entre los siete músicos reclutados para esta grabación (hubo una formación única para cada disco de Songs:Ohia), destaca el papel ejercido por Jennie Benford y Jim Krewson, del conjunto de bluegrass Jim & Jennie And The Pinetops, cuyas voces brillan especialmente y contribuyen a que los estribillos de estas canciones suenen más memorables y emotivos de lo que acostumbraban en otros discos de Molina. Por supuesto, se trata de una sucesión de siete canciones magníficas, incontestables una a una, aunque destaquen inevitablemente ‘Ring The Bell’ o la enorme ‘Blue Factory Flame’, una de las cumbres de su carrera.
El corte titular abre el álbum, al parecer inspirado en un tema homónimo de la cantante Mahalia Jackson, nos introduce con una cadencia lenta y desnuda, envolviéndonos hasta introducirnos en esa desoladora tormenta de la que habla su letra, en la que encontramos líneas de sorprendente vigencia como «si ellos creen que tienes la luz de la verdad, van a sacártela a golpes con trabajo y deuda, es todo lo que habrá». Pero, al margen de esos atisbos de orgullo proletario, el tema central de este álbum es nada menos que la depresión. Ojo, no es que el álbum sea depresivo. Es triste, mucho, pero no depresivo. Más bien, se trata de una mirada a los ojos de, como reza una frase de Molina en el disco, «pensar en lo que oscurece mi vida». Ese, dicen, es el primer paso para poder superar esos momentos de aflicción anímica.
Esas miradas se producen en formas y situaciones poco comunes. Por ejemplo, en ‘Steve Albini’s Blues’, Molina se fotografía a sí mismo en un atasco sobre un puente de Chicago bajo la lluvia, de camino al estudio del afamado productor (con el que grabaría después el mencionado ‘Magnolia Electric Co’). En ‘Cross The Road, Molina’ logra hacer tangible la ansiedad y el desasosiego, en un alucinado texto en el que imagina que la luna azul de Chicago es una cuchilla que «oscila sobre el Medio Oeste, sobre nosotros». «Veamos cuán cerca puedes llegar». Chicago, una ciudad que debió de marcar de alguna manera al cantante y que en este álbum es protagonista. De hecho, ‘Blue Chicago Moon’ cierra el álbum enfrentándose «cara a cara con la oscuridad y la desolación, la infinita, infinita, infinita, infinita, infinita, infinita depresión», así, repetido para transmitir todo ese ahogo.
Aunque, sin duda, el número que se lleva la palma en ese aspecto es la mencionada ‘Blue Factory Flame’, ocho minutos de letanía en los que Molina habla del momento de su muerte y pide que no escriban su nombre sobre una piedra, sino que se sienten a su lado en la costa, pongan dos cañas de pescar y observen los barcos llegar a puerto, donde ya estará «paralizado por el vacío».
Pero como decíamos antes, ‘Didn’t It Rain’ resulta, en contraposición a esos textos terribles, un disco extrañamente cálido y reconfortante, sin duda el mejor punto de partida, en mi opinión, para adentrarse en la vasta discografía de Jason Molina que, desde hace un par de días, Secretly Canadian (su sello de siempre) ha puesto íntegramente a disposición de todo el mundo en streaming. Un bonito homenaje que servirá para que mucha más gente se acerque a un catálogo tan rico como el de Jason Molina y resarza la sombra de su tristemente predecible desaparición.