Leer las casi mil doscientas páginas de ‘El jilguero’ (Lumen) es como ver en dos semanas las cinco temporadas de ‘Breaking Bad’. Un atracón. Un placer. El nuevo libro de Donna Tartt, reciente premio Pulitzer, es algo así como un novelón decimonónico para el nuevo milenio. Una experiencia equiparable a, salvando las distancias (por ahora), leer a clasicazos como Tolstoi, Dostoievski o Dickens. Sobre todo a Dickens.
Después de debutar a lo grande con ‘El secreto’ (reeditada recientemente por Lumen) y consolidar su prestigio diez años después con ‘Juego de niños’ (Lumen), Tartt ha tardado otros diez en publicar su nueva novela. La historia de ‘El jilguero’, que hace referencia a un cuadro de 1654 pintado por Carel Fabritius (discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer), transcurre también durante diez años, como si la novelista la hubiera escrito en tiempo real. Diez años, de los trece a los veintitrés, en la vida de Theo Decker, un moderno Oliver Twist que, encerrado en una habitación de hotel, nos cuenta cómo ha sido su vida tras pasar por un suceso traumático cuando era adolescente.
Después de la fabulosa película ‘Mud’ y la grandiosa novela ‘Canadá’ (con la que el libro de Tartt tiene más de un punto en contacto), ‘El jilguero’ es un nuevo ejemplo de relato de iniciación, una clásica bildungsroman, narrada en primera persona, en la que no falta ningún personaje: el maestro, la chica, el amigo íntimo…; ni ningún tema: los conflictos familiares, la desorientación vital, las primeras experiencias sexuales y sentimentales… Otra historia, bella y emotiva, protagonizada por un adolescente desamparado y con un gran sentimiento de culpa (dostoievskiana) que deambula por un mundo que saltó por los aires buscando refugios emocionales y luchando contra su destino.
Donna Tartt demuestra su enorme maestría para la descripción de ambientes (Nueva York, Las Vegas, Ámsterdam o ese evocador viaje de vuelta en autobús), para explorar los sentimientos, las experiencias interiores y la psicología de sus personajes, y para establecer paralelismos y elaborar rimas de gran intensidad poética. Pero también deja traslucir algunas de sus limitaciones, sobre todo en las escenas de acción (la deriva final hacia el thriller no está muy lograda), y su tendencia a los finales algo rimbombantes, con excesivas explicaciones filosóficas.
‘El jilguero’, por último, es también una emocionante reflexión sobre la belleza; una visión del arte y las antigüedades como tabla de salvación, como forma de exorcizar la aflicción y elevarnos por encima de la más prosaica de las realidades. Un libro, como dijo el jurado del Pulitzer, «que estimula la mente y toca el corazón”. 8,6.