«La maternidad está sobrevalorada», me contaba Isabel Coixet el otro día antes de empezar esta entrevista cuando le comenté que ‘Nadie quiere la noche’ debía resultar especialmente dura para los que tienen hijos. «Además es que no es necesario haber vivido determinadas cosas para sentirlas. Yo no necesito haber estado en Auschwitz para emocionarme con una película del holocausto», dijo. Ahí me di cuenta de dos cosas: primero, lo estúpido de mi pregunta, y segundo, que su película no había conseguido desmoronarme tanto como debería.
Supongo que son las cosas que tiene rodar una película ambientada en el Polo Norte, que el frío se acaba colando por todas las rendijas. Pero no me refiero precisamente al térmico, que también y ese mérito hay que reconocérselo; sino al sentimental. Y es que implicarte en esta historia real de supervivencia de Josephine Peary, mujer del primer explorador que puso una bandera en aquellas tierras, debería resultar pan comido en un principio. Pero hay algo intangible, un muro helado, que impide toda empatía con este personaje fantásticamente interpretado por Juliette Binoche. Es más, te cae mal. “Esa era la intención”, me explica Coixet. Pero claro, ¿te puede gustar algo cuando odias a la protagonista?
En cualquier caso hay que reconocerle el mérito de haber sacado adelante esta historia haciéndola como ella quería. En manos de otro director, Josephine Peary habría sido retratada como una heroína sufrida y abnegada. Pura pornografía sentimental. Coixet ha preferido apostar por una visión más fría y distante y, aunque no consigue lo que busca, al menos algo se acerca. 5,5.