En la intimidad, que estas cosas en público y en alto nunca se dicen, no son pocos los que afirman que lamentar la muerte de Sara Montiel sólo sirve para dar alas al triunfo de lo mediocre. Que nuestro país, lleno de grandes nombres en su historia, no merece llorar a alguien que no cantaba bien, que tampoco actuaba y que por supuesto hacía años que dejó de ser lo que un día fue, si es que alguna vez fue algo. Se ve que en España si eres mujer, artista y vieja, no necesariamente en este orden, estás jodida para ser reconocida más allá del postureo funerario que acompaña por defecto a las ilustres fallecidas. Pues Sara lo era todo a la vez, pero esta vez las que se joden son las vivas.
Que sí, que las habrá con más premios, con mejor voz o mucho más guapas, pero ninguna podrá ya alcanzar el estatus de estrella total que alcanzó María Antonia. Y no tanto por falta de ganas como por la imposibilidad de volver a repetir hoy las condiciones atmosféricas de una época de glorioso technicolor en la que los famosos eran tan de verdad como los cigarros que fumaban en pantalla o en las fotos que sacaban las revistas, por citar sólo dos de los medios en los que Sara triunfó a lo largo de sus 85 años de vida.
Y es que el cine y el corazón son la cara y cruz de un mismo personaje que saltó a la fama gracias a una procesión de Semana Santa en Orihuela en la que un productor, después de escuchar cómo cantaba una saeta, decidió apostar por ella para convertirla en una estrella. Claro que no fue la localidad alicantina que regaló Sara al mundo la que permanecerá para siempre unida a su figura, sino el pueblo manchego de Campo de Criptana donde se ubica su casa museo y lugar desde donde su familia emigró siendo ella una niña para encontrar esa mejor vida que acabó siendo la nuestra.
Porque Sara Montiel, decíamos, ha sido mucho, desde la primera gran actriz española en Hollywood a supuesta amante del Nobel Severo Ochoa, pasando por cupletera de lujo, cantante de voz grave que en palabras besaba tan bien como fumaba, diosa del destape sin enseñar nada, cocinera de Brando, confidente de Dean, compañera de Gary Cooper, artista de las que pliegan al público a su gusto y no al revés, Antoñita la fantástica… Pero sobre todo, nuestra. Y esto no lo podemos decir de cualquiera.
Todo se lo debemos a que a Sara le gustaba vivir de puertas para afuera. O a eso le obligamos durante una época en la que no sabíamos cuidar nuestro patrimonio predemocrático. Años en los que nos reíamos viendo salir a nuestras estrellas del pasado luciendo casas, vidas, novios, hijos, despechos y joyas en reportajes de revistas y televisiones que, por otro lado, nos han dejado para la posteridad no sólo a la Sara actriz, sino también a la Sara que lo mismo acuñaba frases populares del tipo “¿Pero qué invento es esto?” que se ponía de rodillas para cantar imposibles saetas al Cristo del Perdón para que liberara a un preso en Semana Santa.
Estoy convencido de que esa Sara pop será la que más reivindicaremos cuando pase el ataque de los obituarios caspa, la Sara que cantaba con Alaska ‘Absolutamente‘, la que apoyaba a su hijo Tous en sus ataques de modelaje y canto, la que soltaba “Marvellous” en aquel famoso anuncio para MTV, la que inspiró e inspirará las performances de mil transformistas, la que ponía medias en los objetivos de las cámaras para tapar sus arrugas, la que vendía no hace mucho su casa por Idealista…
Bien pensado, es curioso que los periodistas de cine nos hayamos enterado muy tarde de su muerte. Ha sido al salir del cine de un pase de película de esos en los que por seguridad no te dejan entrar con el móvil para evitar la piratería. Dos horas aislados del mundo y al regresar resulta que la que se ha ido es Saritísima demostrándonos que cuando quería todavía podía guardar exclusivas. Cuando quería. Qué jodía.