Título: Live at Sin-é
Artista: Jeff Buckley
Sello: Columbia (1993)
Impresionar al mundo con un debut discográfico de tan sólo cuatro canciones, especialmente si han sido grabadas a guitarra y voz en directo en un pequeño bar, es tarea ardua. Más aún en 1993, en plena explosión de la música de bandas, un año a medio camino entre la llegada del grunge al mainstream del 92 y el nacimiento del Brit pop del 94. No era pues un momento especialmente apropiado para que un solista llamase la atención del público o de las compañías. Y sin embargo la llegada tímida pero firme de Jeff Buckley no podía dejar indiferente ni a unos ni a otros. En especial esa voz…
Buckley contaba con la ventaja-y-a-la-vez-losa de ser el hijo de Tim Buckley, radiante figura del folk americano, con quien en verdad mantuvo muy poco contacto en los nueve años que coincidieron en vida. Heredero de su bello rostro y su talento musical, a primeros de los 90 se mudó a Nueva York desde Los Ángeles y comenzó a buscarse la vida en el circuito de cantautores. No tardó mucho en contar con una base estable de fans, que incluía a muchos artistas famosos – inevitablemente, el rumor llegó a las discográficas: en 1992 la Columbia vio en él un diamante en bruto y lo fichó. Pero Buckley se movía con calma, y antes de grabar su primer disco de estudio se pensó que era una buena idea lanzar, a modo de presentación, un mini-CD en ese formato solista que había hecho volver con admiración las cabezas de todo el East Village los años anteriores.
Así que en dos días de agosto de 1993, el 17 y el 19, Jeff Buckley volvió al café Sin-é, un local del Lower East Side donde había actuado cada lunes durante unos meses de 1992, y grabó una selección de canciones propias y de versiones a voz y guitarra eléctrica, dos largos sets que serían reducidos a la más diminuta esencia en el disco que se lanzó a finales de año: dos originales y dos versiones.
La voz de Buckley es difícil de olvidar, como lo es la primera vez que la oyes. En mi caso fue en un lugar bien insospechado, el programa de Radio 3 de Ramón Trecet ‘Diálogos 3’. Meses antes de que Buckley apareciese en el radar del resto de sus colegas de emisora encargados del rock, el folk y el pop, Buckley sonó en España por primera vez en el recordado programa de “nuevas músicas” y excéntricos monólogos, debido a la devoción del locutor por el folk-pop californiano y Tim Buckley en particular. La canción elegida fue su versión de ‘Je n’en connais pas la fin’, de la que luego hablaremos. El disco llegó a Europa ya en 1994, no a través de Columbia sino licenciado por el sello independiente británico Big Cat Records, a través del cual llegaron algunas copias a España. El CD era bien sencillo: fotos en blanco y negro de Buckley en un pequeño local, camiseta blanca, Telecaster color crema y un amplificador Fender VibroVerb. Envoltorio sobrio para un contenido que lo iluminaba todo al darle al play.
‘Live at Sin-é’ comienza con ‘Mojo Pin’. Los primeros segundos son confusos: acordes perezosos, una voz quejumbrosa que despega… y comienza un hechizante arpegio que se va volviendo más intenso. Entre las rendijas de estos sonidos se cuelan más cosas: ruidos del micrófono, de la boca de Buckley, y un zumbido de “feedback” del amplificador (presente durante todo el disco) dejan claro que se trata de una grabación simple y sin editajes o filtros antirruido, pura “musique verité” al servicio de un artista que refulgía de sobra, sin necesidad de retoques o maquillajes adicionales.
‘Mojo Pin’ es una de las composiciones más interesantes de la primera época de Buckley, una canción que poco después aparecería en su debut en estudio (‘Grace’, 1994). Combina dos partes, la del arpegiado antes mencionado y una especie de estribillo a compás diferente, con resonancias claras del alt-rock de los 90 (más evidentes en la versión de estudio), pero un alt-rock cantado con la majestuosidad de un vocalista romántico, lírico, en contraste con el resonar cenizo del «grunge» imperante en la época. Es la primera sorpresa en este inicio del disco, recién estrenada la presentación al mundo de este nuevo artista: la voz hermosísima de Buckley, con tesitura de tenor pero con gusto por los registros altos (llegando a veces hasta tesituras de soprano), que con el paso del tiempo ha quedado en la memoria colectiva como su característica más reconocible y seguramente más valiosa. Su estilo musical se basaba pues en esa interesante combinación de canciones contemporáneas -con raíces en el folk, la música alternativa y el rock clásico- y una voz casi llegada de otra época, entre el jazz de Ella Fitzgerald o Billie Holiday, el quejido folk del Van Morrison de ‘Astral Weeks’ y las caprichosas inflexiones orientales de Nusrat Ali Fateh Ali Khan (“He’s my Elvis”, dijo en esta serie de conciertos).
Hacia el final de la canción Buckley intensifica su interpretación vocal, en bellos versos que evidencian su excitante vibrato y su inspirada pluma de letrista también (“Oh, las marcas en mi piel de tu desdén, amor, / lanza latigazos de opinión sobre mi espalda”). Finalmente, los compases etéreos de ‘Mojo Pin’ se esfuman con el mismo misterio con el que habían llegado, el público aplaude, y comienza ‘Eternal Life’. Y si el tema anterior era casi un «showcase» vocal, éste comienza con una exhibición de las habilidades guitarrísticas de Buckley, que también tenía un admirable rango de estilos pero que estaba especialmente influenciado por el Jimi Hendrix de canciones como ‘Little Wing’ o ‘The Wind Cries Mary’: pastilla grave, acordes embellecidos con filigranas, perfectos como plataforma para su voz.
La introducción se prolonga, mostrando la bella y trepidante secuencia de acordes de la canción completa, sin voz, solazándose en ese sonido limpio, cristalino y con la característica reverb de muelles Fender. Al fin, llega la voz: “Eternal life is now on my trail…”. De nuevo, imposible sustraerse a su belleza muy femenina, de tesituras agudas muy peculiares. Su talento vocal y a la vez su control sobre él es tan abrumador que por momentos se pregunta uno si todo acabará en una explosión de autocomplacencia. Pero la perspectiva que dan las dos décadas siguientes a este disco (abarrotadas de orgías vocales en el pop “de vocalistas” y de amaneramientos bastante insufribles en mucha parte del pop indie) hace que percibamos el estilo de Buckley casi como… sobrio. La canción continúa y Jeff canta con rabia llena de dignidad al “hombre medio racista” y lo acusa de “hacer de sus hijos aún no nacidos unos asesinos” y de “abrirse camino por un camino ensangrentado”, hasta el intenso final. ¿Quién necesita una banda con toda esa fuerza interpretativa?
Llega entonces el momento de la segunda parte, la de las versiones (en la edición europea en vinilo del 94, separadas en la cara B). ‘Je n’en connais pas la fin’ es una canción de los años 30 de Edith Piaf que adaptó en 1956 para su disco ‘Piaf Sings In English’. Jeff Buckley la arregla para guitarra y voz con sorprendente maestría, manteniendo ese tono como de feria que el organillo daba a la original, una vez más mostrando su a menudo poco alabado talento guitarrístico. Es capaz, en el delicioso comienzo, de evocarlo mediante un sonido agudo arpegiado delicadísimamente, entre la caja de música y la música de carrusel, extrayendo de la Telecaster una deliciosa tonalidad de campanas cristalinas. Cuando empieza a cantar suena como un ruiseñor renacido, más agudo y más femenino que Piaf, una voz muy cercana a la pureza total. Para el minuto 1:03, cuando canta “oh mon amour” con una sutil inflexión de chansonnier, queda claro que su voz es capaz de dominar cualquier estilo que se proponga, y hacerlo mientras rubrica con la guitarra un arreglo nada fácil de tocar. El silencio, que casi se puede percibir en la grabación (si es que esto tiene sentido) es sepulcral. Cada nuevo cambio a la estrofa en tono menor es como una nueva vuelta al carrusel, placentera, emocionante. Y cada breve pausa, que revela el ruido del amplificador, es como un planeo descendente a la realidad, que vuelve a elevar el vuelo enseguida. Finalmente, tras concluir con un “…rien que nous deux”, unos pocos arpegios más y los tres acordes finales, como tres cuchilladas de melancolía y belleza.
El disco se despide con una pieza de diez minutos, musicalmente más ardua, casi para contrariar las expectativas del oyente, una elección valiente para un mini-CD de debut. Especialmente teniendo en cuenta que el total del material grabado (del que hablaremos enseguida) incluía versiones mucho más, digamos, comerciales. Toda una declaración, pues, por parte de un artista que demostraría en los años siguientes que iba a seguir los dictados de la industria lo estrictamente necesario. El tema en cuestión es ‘The Way Young Lovers Do’, una imponente maravilla del ‘Astral Weeks’ de Van Morrison, su gran obra maestra de folk-jazz. Buckley la despedaza con manos de seda y triplica los tres minutos y pico del original en un alarde de improvisación vocal y guitarra jazz, un final catártico impulsado con nervio postadolescente pero a la vez con precisión matemática. Incluso sale indemne del siempre temible “scat”.
De esta forma tan intensamente bella concluía ‘Live at Sin-é’, que en su brevedad escondía todas las claves de la magia de Jeff Buckley, la de un prodigio apoyado de manera casual en la pared con una guitarra colgando, como muestra este vídeo de uno de los conciertos. Ese mismo otoño, justo después de estos dos conciertos, el artista se embarcó en la grabación de ‘Grace’, que es el disco que suele llevarse las mayores loas, aunque sólo sea porque fue su único LP completo. Personalmente, creo que su formato de banda y tipo de producción, a pesar de aportar y enriquecer muchos momentos de las canciones, acaba diluyendo la fuerza bruta que tenían estas interpretaciones primigenias.
Por supuesto, la brevedad de este disco en el café Sin-é acabaría desintegrándose con la edición de la ‘Legacy Edition’, que incluía prácticamente la totalidad de los dos conciertos, un festín de innumerables versiones y alguna canción propia más que extiende su disfrute más allá del sueño de cualquier fan: destacan especialmente una solemne ‘Strange Fruit’, mágicas versiones (tres) de Bob Dylan, el glorioso ‘Sweet Thing’ de Van Morrison (otra selección de ‘Astral Weeks’), y también los interludios hablados, fascinantes viñetas de la personalidad tras el micrófono de Buckley, que según el momento se muestra humilde e íntimo, joven e imparable, o simplemente chistoso.
No me engaño y sé que mucho del encanto de este disco yace en la magia de la anticipación, de ese momento antes de que todo comience, cuando las posibilidades son infinitas y el romance del descubrimiento parece eterno. Aceptando esa premisa, pocos debuts hay tan seductores y asombrosos como ‘Live at Sin-é’.
El disco original:
La reedición ‘Legacy Edition’: