Que después de más de cien años de historia del cine haya alguien capaz de hacer una película realmente única, que no se parezca a nada de lo que se ha hecho antes, es como para estar aplaudiendo sin parar los próximos cien años. Richard Linklater lo ha hecho. ‘Boyhood’ es un milagro. Tan extraordinaria que no te lo puedes creer. Rodada a lo largo de doce años con los mismos actores, la película narra la historia de una familia desde principios de siglo hasta la actualidad. Una historia sobre el pasado pero rodada en presente. Ahí reside su singularidad. Linklater ha capturado el tiempo, ha recolectado pedazos de vida y los ha esculpido, los ha ensamblado para construir una asombrosa ficción. El resultado es tan hermoso como demoledor.
La mires por donde la mires, todo funciona bien en la ‘La isla mínima’. Pero si hay algo que destaca por encima de todas sus virtudes es la subyugante atmósfera conseguida para narrar esta historia. La utilización del espacio geográfico, las marismas del Guadalquivir, nada tiene que envidiar a las llanuras heladas de ‘Fargo’ o las aguas pantanosas de ‘True Detective’, por poner dos ejemplos de obras maestras del «thriller geográfico». Alberto Rodríguez consigue algo parecido a lo logrado por Rafael Chirbes en su novela ‘En la orilla’: la metáfora perfecta de una realidad social, y criminal.
Cuando te des cuenta de la distancia de Vermut con sus influencias (Almodóvar, Tarantino, etcétera), serás consciente de que ‘Magical Girl’ da más miedo del que has creído en la sala. Miedo de los «demonios» que nos rodean o de la importancia de la «carne» en este «mundo». Pero también miedo de que un director -al que se cuestionará, sobre el que se debatirá, etcétera, adivinamos que durante décadas- haya podido dejar tal impronta tras hacer tan sólo dos películas. ‘Magical Girl’ dura 127 minutos, pero bastan 2 para saber que estás viendo una película de Carlos Vermut. Sólo él puede pasarse el drama social, la depresión económica, el thriller y el amor por el arco de triunfo y salir airoso, mientras se recrea además en guiños estéticos que van del pop japonés al de nuestro país pasando por el folclore o el cine de Kubrick, siempre para enriquecer la trama y fomentando esa cosa tan de capa caída: la mitomanía.
Quién podía imaginar que una pequeña película polaca, rodada en formato 4/3, en ascético blanco y negro, sin apenas movimientos de cámara y protagonizada por una monja, se iba a convertir en el sleeper de la temporada, en la película europea del año. ‘Ida’ es un filme de trasfondo religioso en el que se produce un milagro cinematográfico: ¿cómo es posible que una película donde todos sus elementos parecen colocados con la intención de imponer una distancia con el espectador, sea en realidad tan cercana, tan susurrante, casi como un melodrama intimista?
Sexo, drogas y bonos basura. Scorsese cambia los mafiosos por los brokers de los 90 y la violencia gangsteril por los excesos y la miseria moral de los corredores de bolsa. De las pistolas a los teléfonos. Terence Winter (creador de ‘Boardwalk Empire’ y guionista de ‘Los Soprano’) adapta las memorias de Jordan Belfort en forma de comedia negra. El resultado es una sátira alocada y feroz de la cultura del dinero en Estados Unidos, una furiosa dentellada a los orígenes de la actual crisis financiera.
Con un ojo puesto en ‘El doble’ de Dostoyevski y otro en los ambientes enrarecidos del cine de David Lynch (hasta aparece Isabella Rossellini), Villeneuve realiza una absorbente fábula sobre la identidad masculina (esas mujeres-araña), un perturbador thriller psicosexual (el prólogo no engaña) de inquietante atmósfera y compleja estructura dramática (mejor verla dos veces). Como advierte la cita con la que empieza la película: una invitación a descubrir el orden del caos.
La poética de Zweig, el «toque» de Lubitsch y el universo pop de Anderson estallan como la guerra en ‘El Gran Hotel Budapest’. Mr. Moustafa evoca sus recuerdos como botones y el director los traduce a su particular lenguaje audiovisual: formato 4:3 (anamórfico en los 60), composiciones simétricas, un uso muy expresivo del color, el vestuario y los decorados, querencia por el artificio y una fantástica música de Alexandre Desplat. Una preciosa y preciosista historia de amistad, vestida con los ropajes de la melancolía, que huele a L’Air de Panache y se degusta como un delicado pastel de Mendl’s.
Después de casi cuatro décadas, los hermanos Dardenne siguen a lo suyo: haciendo el mejor cine de contenido social que puedes ver en la actualidad. Es cierto que, desde películas como ‘Rosetta’ (1999) o ‘El hijo’ (2002), han suavizado el rigor de su dispositivo formal. Quizá hayan perdido algo de contundencia expresiva pero, sin embargo, han ganado en claridad expositiva. Claridad, no énfasis dogmático. Si algo distingue el compromiso social y humano de los Dardenne es su capacidad para exponerlo en sus películas con sutileza, evitando el discurso panfletario, el mensaje aleccionador en negrita y subrayado.
Un lago, unos bañistas. Calma y voluptuosidad. Una zona de cruising vista como un espacio edénico, como lugar de celebración hedonista. Un rincón de rutinas plácidas, de repeticiones filmadas desde un mismo punto de vista pero con leves y significativas variaciones. ‘El desconocido del lago’ viene a confirmar lo que ya se apuntaba en ‘Le roi de l’évasion’ (2009): Guiraudie es un cineasta de gran personalidad, un director capaz mostrar sexo explícito gay con la misma naturalidad con la que filma una conversación entre dos desconocidos. Sin subrayados ni ostentación militante.
Spike Jonze aplica una mirada melancólica, bañada por las luces del atardecer y mecida por los acordes de la fabulosa banda sonora de Arcade Fire, a un mundo que, por muy moderno, atractivo y confortable que parezca, sigue siendo el mismo de siempre. ‘Her’ no es una distopía moralista sobre la tecnología como generadora de alienaciones e insatisfacciones emocionales, sino una reflexión sobre cómo nos relacionamos sentimentalmente con el mundo que nos rodea, incluida la tecnología. ¿Puede un sistema operativo estar más «vivo» que una persona? ¿Te puedes enamorar de la «vitalidad» de una máquina, contagiarte de ella?
Greta Gerwig ha encontrado, por fin, una película a la altura de su talento. ‘Frances Ha’ es como si un capítulo de ‘Girls’ hubiera irrumpido en el ‘Manhattan’ (1979) de Woody Allen, una comedia generacional planteada como una melancólica road movie entre piso y piso neoyorquino. Un viaje iniciático, desde el barrio de Brooklyn al de Washington Heights, que le sirve al director como afortunada metáfora sobre los cambios que experimentará la protagonista, Frances. Jóvenes veinteañeros ante el abismo, en blanco y negro, del mundo adulto.
Alexander Payne vuelve a terreno conocido: el Medio Oeste (nació en Nebraska), la carretera (es su tercera road movie) y la familia (su tema predilecto). Y lo hace para contar la historia «verdadera» (la referencia a la película de Lynch es inevitable) de un anciano empeñado en cumplir su último sueño: viajar de Montana a Nebraska para cobrar un supuesto premio de un millón de dólares. ‘Nebraska’ confirma a Alexander Payne como un director de otro tiempo, como el heredero de aquellos «artesanos» del Hollywood clásico que camuflaban su enorme talento bajo capas de sencillez, humildad y humanidad.
Podrías pensar que esta película, que mezcla de todos los clichés de cualquier cuenta de Instagram al uso (gatos naranjas, antihéroes barbudos, estética folk, Nueva York bañado por la luz del invierno, frases de Bob Dylan…) sólo existe para agradar al público que convirtió lo hipster en el nuevo mainstream. Y así habría sido de no tener a los hermanos Coen detrás sirviéndose de todos esos lugares comunes del moderneo exhibicionista para rodar uno de los títulos, tanto en fondo como en forma, más redondos de su filmografía. Excelente homenaje a toda esa gente corriente que vaga por el mundo persiguiendo un sueño hasta que un puñetazo anónimo les hace salir del bucle. Un filme que además de hacernos entender que el final es solo el principio de lo que ya se ha acabado, arrebató a ‘Searching For A Sugar Man’ el título de nuestra banda sonora favorita.
«¡El viento se levanta!… ¡Debemos aprender a vivir!». Con esta cita de Paul Valery, perteneciente al poema ‘El cementerio marino’, comienza esta nueva joya de Miyazaki. Unos versos que sobrevuelan, como un leitmotiv visual, durante toda la película, y que le sirven al director como metáfora del idealismo que mueve al ingeniero, de sus sueños de «levantarse con el viento». Y es que, al final, ni Nausicaä, ni Chihiro, ni Horikoshi. El verdadero protagonista de las películas del maestro japonés no es una persona, sino un sentimiento: las ansias de volar.
Ya lo decíamos en su momento: este filme no podía llegar en mejor contexto. Y es que de no ser lo que al final ha sido, esa historia del coche estrellado contra la sede del PP en Génova podríamos haberla tomado como una magnífica campaña publicitaria aprovechando que se acerca la temporada de premios. Lo cierto es que a esta ruidosa película de Daniel Szifron no le hacen falta esa clase de truquitos para ganarse nuestra atención y reconocimiento. «Todos quieren que alguien les dé su merecido a estos personajes pero nadie se atreve a mover un dedo», denuncia alguien en un momento refiriéndose a «los hijos de puta que gobiernan el mundo». Quizás por eso comulgas sin rechistar con todo lo que narra. Y asientes. Y aplaudes. Y te alegras. Y termina. Y te vas a casa. Y te asustas al darte cuenta de lo retorcido que puedes llegar a ser sin que tu moral se resienta. Y por miedo vuelves a dormir a la bestia. Y vuelves a ser ese hombre que eras antes de entrar en la sala esperando a que otros vengan a poner orden mientras tú pones la otra mejilla. Y así hasta la próxima. ¿Y si resulta que los verdaderos héroes usan bombas en lugar de mallas ajustadas?
Un puñado de actores y el comedor de su casa. Eso es todo lo que ha necesitado James Ward Byrkit (guionista de ‘Rango’) para rodar una de las mejores películas de ciencia ficción de los últimos años. Bueno, eso, y un guión fabuloso (premiado con todo merecimiento en Sitges). ‘Coherence’ parte de una idea que haría gritar de emoción a Sheldon Cooper: el gato de Schrödinger, la célebre paradoja cuántica aplicada a una historia de suspense con ramificaciones existenciales. ¿Quiénes somos? ¿Nos conocemos a nosotros mismos? ¿Nos ven los demás como nosotros nos vemos?
Paco León ha realizado ‘Carmina y amén’ mirando de reojo (a veces directamente) al ‘Volver’ (2006) de Almodóvar y al universo tragicómico de Rafael Azcona. Humor costumbrista y soez, apuntes sociológicos (facilones pero graciosos: el loro Bárcenas), vocación naturalista, estilizados interludios musicales a modo de signos de puntuación (Espaldamaceta), y el retrato de una mujer, Carmina Barrios, convertida ya en un icono de la comedia española. Amén.
Asombro y admiración ante la fabulosa interpretación de Robin Wright y su capacidad para «reírse» de su propia carrera cinematográfica; al escuchar la maravillosa banda sonora de Max Richter, capaz de hacerte volar como la cometa roja del niño protagonista; al ver secuencias de animación tan expresivas y sobrecogedoras como la que transcurre a oscuras en la habitación del hotel donde se celebra el congreso; o ante las lúcidas, fáusticas y distópicas reflexiones sobre el futuro del cine y sus actores. Eso es lo que provoca la visión de la nueva película de Ari Folman, conocido por la excepcional ‘Vals con Bashir’ (2008).
Aunque en algunos momentos parezca que el espíritu de ‘Howard… un nuevo héroe’ (1986) sobrevuela la película, con su humor tontorrón y su anoréxico sentido de la aventura, al final se impone el de Han Solo, la referencia implícita más explícita de todo el filme. Diversión, agilidad y jocosa nostalgia contra el envaramiento y el trascendentalismo superheroico. Utilizando el símil literario, ‘Guardianes de la Galaxia’ no es una novela gráfica, es un tebeo.
Una melancólica mezcla entre ‘¡Qué noche la de aquel día!’ (1964) y ‘Grease’ (1978), dirigida por François Truffaut y protagonizada por Anna Karina (Browning lleva su mismo corte de pelo). Una fantasía musical que podrían haber protagonizado los propios Belle & Sebastian, como hicieron los Beatles en su momento, donde lo de menos es el argumento y lo de más las canciones y su irresistible estética pop. ¿Un disco filmado, una sucesión de videoclips de estética indie? No, una celebración.
Por medio de una exquisita puesta en escena, una evocadora fotografía en tonos sepia y unos cuidadísimos encuadres de interiores, la película cuenta la historia de un triángulo amoroso encerrado en las paredes de un humilde apartamento neoyorquino, que avanza con la lentitud de una cola de inmigración y explota con la intensidad de cien violines sonando en una catedral. Quizá la película se demore en exceso en su parte central. Quizá el acento polaco que pone la Cotillard resulte demasiado chocante. Quizá no sea tan redonda como ‘Two lovers’. Da igual. ‘El sueño de Ellis’ es otra (imperfecta) obra maestra de James Gray.
Los vampiros imaginados por Jarmusch son una irresistible combinación de modernos snobs, fetichistas del arte, adictos buscando su dosis y artistas románticos del XIX. Un hombre y una mujer, Adam y Eve (¿expulsados del paraíso?), que han visto de todo. Una pareja desencantada con los humanos (a los que llaman zombis), que vive apartada (uno en la musical y ruinosa Detroit, otra en la literaria y misteriosa Tánger) y que se refugian del hastío vital en el arte y la cultura.
«La seriedad no existe a los 17 años». El famoso poema de Rimbaud, que recitan unos alumnos al comienzo de ‘Joven y bonita’, resuena con fuerza en la nueva película de François Ozon. Es una de las pocas pistas que ofrece el director francés para explicar lo inexplicable: el comportamiento de una adolescente de familia adinerada que ejerce la prostitución. Isabelle es un misterio, un enigma, una contradicción. Es como una canción de Françoise Hardy descontextualizada.
Pocos directores actuales son capaces de profundizar en las complejidades de las relaciones humanas como lo hace Asghar Farhadi. Después de ‘A propósito de Elly’ (2009) y, sobre todo, ‘Nader y Simin, una separación’ (2011), el director iraní «menos iraní» vuelve con otro drama familiar de estilo transparente y exquisita arquitectura narrativa, un nuevo triángulo pasional desde donde construir un complejo entramado dramático donde cada situación, diálogo o elipsis modifica la dirección del relato.
Lo mejor de una película de Xavier Dolan es que no salga Xavier Dolan. Después de su recital de mohines en ‘Tom à la ferme’ (2013), parece que por fin su afán acaparador va disminuyendo: en ‘Mommy’ ha dejado la interpretación para los que saben. Las fabulosas Anne Dorval y Suzanne Clément llevan todo el peso dramático de este melodrama tan excesivo como poderoso, algo así como una versión madura, poética e irresistiblemente histérica de ‘Yo maté a mi madre’ (2009). Lo del formato cuadrado no es un capricho gratuito de geniecillo pretencioso, es una de las metáforas más eficaces y brillantes vistas en una película en mucho tiempo.