Decían hace un año en El País que «los cantautores ya no protestan tanto». En cierto modo, la desafortunada afirmación que abría el artículo de Isabel Valdés sobre los “nuevos” cantautores españoles no dejaba de tener cierta razón. Parece imposible que, en un país asolado por la crisis, con una deuda tan descomunal y una clase media tan depauperada, no hubiera aparecido aún ese nuevo Labordeta, ese nuevo Aute, ese nuevo Llach. ¿O es que acaso los dramas de la posmodernidad no se merecen tantos acordes?
El testigo lo recogía Nacho Vegas, recibiendo algunas críticas por ello (sobre todo por parte de Rockdelux) con su álbum ‘Resituación’ (Marxophone, 2014), algo que no impidió actuar al asturiano en los escenarios de los festivales indies, luciendo como fondo de pantalla aquel “This machine kills fascist” que hizo famoso Woody Guthrie. Aun así, el público parecía preferir corear los coros de sus temas fetiche antes que lanzarse, como hacían nuestros abuelos hace décadas, a la comunión sonora y obrera de estribillos eminentemente protestones. Ser obrero, ser clase media, ya no es guay.
León Benavente, sin embargo, es guay. Y a los indies les encanta el “supergrupo”, antes conocido por ser los músicos de Vegas. Y eso que León Benavente lloran lo suyo. Será que los indies prefieren llorar a protestar. La mala baba unió a los modernos en el enaltecimiento de León Benavente. La diferencia entre ambas propuestas, la de “Nachín” y los norteños, difería tan solo en un adjetivo, definido por Javier Gallego Crudo en su programa de radio, Carne Cruda: León Benavente proponía una “protesta sentimental”. El hilo conductor que utilizaba el pensamiento contestatario en esta, nuestra modernidad (o independentismo musical, ya puestos), provenía del sentimiento, de la víscera, del llanto pasivo y en apariencia impotente hacia unas circunstancias que nadie vio venir. Y mucho menos, la juventud.
Pero, ¿qué tendrá que ver todo esto con la presentación de un poemario? El pasado 14 de diciembre, aquellos que asistimos a la presentación del último parto de Javier Gallego Crudo, ‘El grito en el cielo’, realizado en el representativo Teatro del Barrio de Madrid, nos dimos de bruces ante una nueva concepción de lo que significa «agitar conciencias». Cual aguja hipodérmica (en algo se tiene que notar que estudié periodismo, disculpen ustedes), la voz de Crudo se fusionaba con imágenes extrañas y turbias, mezcladas con maestría por los McNulty y también por Los Voluble, colectivo sevillano de videoarte, recientemente aplaudido por su colaboración con Niño de Elche en ‘Raverdial’. La post-poesía del músico y periodista (más un monólogo interior y catártico que un relato poético en sí) servía de camino para que la realidad más cruenta que podemos encontrar en YouTube abriera los ojos -a hostias- a los que allí sentamos nuestras acomodadas y burguesas posaderas. Nacho Vegas, armado con una guitarra eléctrica -cosa rara, como bien se encargó de puntualizar Crudo, dado que el asturiano había renunciado a ella tras su etapa ruidista-, enturbiaba aún más el experimento audiovisual con ruidos que parecían salir, más que de su guitarra, de nuestra propia vergüenza, al formar parte de un aquelarre de consumismo y crisis.
Nacho Vegas, Los Voluble, así como también León Benavente, Las Odio, Niño de Elche y, por supuesto, Javier Gallego Crudo (también desde Forastero), dan sentido a aquella sentencia, “todo arte es político”. Pero ahora, la protesta debemos encontrarla en la cultura popular, el arma del pueblo: la cultura pop. La poesía, el indie, el videoarte… el pueblo ha vuelto a las calles de una manera que jamás podrá llegar a ser censurada, pues el veneno del inconformismo se encuentra en las mismas venas del arte que los mass media emiten de manera inocente. Al igual que en ‘El club de la lucha’ (Chuck Palahniuk, 1996), los ricos se lavan con jabones fabricados con su propia grasa. Los festivales, los teatros y los medios de comunicación se llenan de narrativas aparentemente inocuas -no la de Gallego Crudo, que siempre es evidente y siempre se queda bien a gusto cuando habla- para aquellos que no sienten el escozor de la crisis, pero venenosas y empoderantes para los que formamos parte del pueblo. Ese pueblo condenado a desaparecer:
«He oído cómo acaba. He oído cómo reventarán nuestros cuerpos a la velocidad de la luz contra el muro de la Historia y cómo se dispersarán nuestros pedazos por el cosmos como basura espacial». (Primera estrofa de ‘El grito en el cielo’, de Javier Gallego Crudo. Arrebato Libros, 2016).