‘How to with John Wilson’: cómo hacer una serie cómica en los márgenes del algoritmo de HBO

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‘How to with John Wilson’: cómo hacer una serie cómica en los márgenes del algoritmo de HBO

John Wilson parece haber nacido pegado a una cámara de vídeo. Desde que su padre le regaló una cuando era adolescente, graba continuamente. Grabó durante sus estudios de cine en la universidad, grabó para un investigador privado en el que fue su primer trabajo, y grabó para David Byrne cuando fue contratado para documentar una actuación, ‘Temporary Color’. Luego siguió grabando para el festival de Sundance y, por fin, para el cómico Nathan Fielder (‘Nathan For You’, ‘¿Quién es América?’), quien se convirtió en su padrino. De esta colaboración nacieron los vídeos ‘How to…’, unos mini ensayos fílmicos que pronto se convirtieron en el objeto de culto para sibaritas de la comedia esquinada.

HBO, siempre bastante pendiente de este tipo de fenómenos (el último ha sido ‘Betty’, el spin off de ‘Skate Kitchen’), le ofreció distribuir sus vídeos. El resultado es una de la mejores series cómicas del año. Una propuesta original, divertidísima y poseedora de un discurso sobre la naturaleza y la existencia humana con más cargas de profundidad de lo que aparenta por su tono ligero y costumbrista. Es el tipo de comedia ingeniosa y diferente que últimamente echábamos de menos en el canal que ha alumbrado clásicos del género como ‘Curb Your Enthusiasm’, ‘Flight of the Conchords’ o ‘Da Ali G Show’.

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‘How to with John Wilson’ está compuesta por seis capítulos independientes que tienen en común una misma estructura narrativa. El cineasta presenta un tema –la charla, los andamios, la memoria, las fundas de los muebles, el risotto…- y, a partir de una experiencia personal (la serie está narrada y rodada en primera persona), lo desarrolla hasta límites insospechados: del más estrambótico (el inventor del recompone-prepucios, los defensores del “efecto Mandela”), al más emotivo (el chico que está permanentemente de fiesta para olvidar un suceso trágico); del más escabroso (la venta de alfombras con manchas de sangre), al más poético (el cambiazo de logos en el súper como forma de restaurar la memoria sentimental).

Wilson, que en el capítulo tres nos enseña un hábito muy revelador sobre su personalidad, exhibe una asombrosa capacidad para construir un relato con materiales de derribo, para montar un andamiaje dramático con los cascotes de la realidad, para dotar de nuevos significados la cotidianeidad a través de un simple comentario o asociación de imágenes. Como un flaneur de la era digital, el director sale a las calles para (re)interpretar el mundo que le rodea. Un mundo, Nueva York, que observa como un poeta, descubriendo rimas y extrayendo metáforas allí donde los demás solo vemos a un perro haciendo caca. Si esta no es la comedia del año, le faltará poco. 8,9.

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