Alexander Payne es una especie en extinción dentro del Hollywood actual. Un cineasta de corte clasicote, incluso pasado de moda, que no necesita hacer filigranas estilísticas ni engolar la voz para hablar de temas importantes. Además, posee la virtud de la versatilidad: es capaz de cambiar de tono, de la comedia al drama y viceversa, con una facilidad pasmosa, muchas veces dentro de una misma secuencia, incluso de un mismo plano. En ‘Los descendientes’ hay varios ejemplos de ello, pero sobresalen las “conversaciones” con la mujer en coma, capaz de llevarte de las lágrimas de tristeza a las de risa con la rapidez de un simple gesto, palabra o movimiento de cámara. Como él mismo suele decir, hasta en los momentos más dramáticos de la vida real hay algo de comedia. Lo difícil es llevar esas contradicciones al cine, y que funcionen.
Como en sus anteriores películas, ‘Election’ (1999), ‘A propósito de Schmidt’ (2002) y ‘Entre copas’ (2004), la adaptación de la novela de Kaui Hart Hemmings ‘Los descendientes’ (ed Debolsillo) es una tragicomedia o comedia agridulce. La historia de un abogado hawaiano (fantástico George Clooney) enfrentado a dos situaciones de enorme carga emocional: el replanteamiento de su relación familiar (con su mujer y sus dos hijas) y el dilema sobre la venta de su legado ancestral (las tierras heredadas de sus antepasados).
Siguiendo estas dos líneas narrativas, y con la habitual voice over tan característica de su cine, Payne reflexiona sobre las complicaciones de las relaciones de pareja, las complejidades de los vínculos paterno-filiales y los problemas éticos en la defensa de un territorio virgen contra los ataques de la especulación inmobiliaria. Y lo hace sin alzar la voz, sin aspavientos ni trascendentalismos, con la misma naturalidad con la que sus personajes se acomodan en un sofá a relajarse, viendo la tele y comiendo helado, después de una de las semanas más intensas de sus vidas. 8,5.